lunes, 31 de agosto de 2009

Una escuela para el siglo XXI

“Esto ha venido dándose con el progreso económico del país”, decía un profesor. No era una disculpa por los bajos resultados de su escuela, sino un intento de explicar la complejidad creciente de educar con expectativas razonables de éxito en los sectores pobres. Pues aun reconociendo que las condiciones materiales de vida en esos barrios han mejorado, esta idea no está conectada con el modo de vivirla. Los docentes y las familias de los escolares en los barrios pobres no se acostumbran a lo que perciben como efectos no deseados del crecimiento: la droga, la delincuencia, la desconfianza y la inseguridad. En concreto, importa el barrio dónde está la escuela, cómo se llega a ella, qué tipo de niños asisten, qué apoyos reciben, qué procesos de selección utilizan y qué peticiones o exigencias formales se hacen. Así, día a día, los actores escolares (re)interpretan la experiencia de vivir y estudiar en un barrio pobre y, a la vez, recrean las condiciones para enseñar y aprender.

No sólo en el barrio la confianza es clave. En la escuela, las oportunidades para aprender están atravesadas por la confianza docente en que los niños pueden aprender. Los recursos disponibles, el saber disciplinario y el apoyo directivo se ven condicionados por la disposición subjetiva del profesor frente a los niños. Incluso estos últimos son capaces de advertir si un profesor quiere enseñar porque saben que una clase donde se aprende es aquella donde se combina control, afecto y saber pedagógico.

Las afirmaciones previas resultan de un estudio sobre las condiciones sociales y escolares para enseñar y aprender en las escuelas urbanas pobres, que realizaron en Chile el Centro de Investigación y Desarrollo de la Educación (CIDE) y el Instituto Internacional de Planeamiento de la Educación-Unesco (IIPE) de Buenos Aires, publicado en 2004 con el título "La escuela y las condiciones sociales para enseñar y aprender. Equidad social y educación en sectores de pobreza urbana". Sus conclusiones se pueden resumir en tres afirmaciones.

La primera es que la confianza necesaria para sostener la relación familia-escuela y la relación profesor-alumno se ha visto afectada por el deterioro de la confianza social que, al final, remite a la crisis de cohesión e identidad que informó el PNUD en 1998 y 2002. En el centro del problema de confianza de estudiantes y familias en la escuela, parece estar la idea de que en el escenario actual la escuela es incapaz de responder simultáneamente al desafío de la competitividad, la ciudadanía y las buenas personas.

La segunda afirmación es que la comunidad y la sociedad van más rápido que la escuela, pero, además, las familias han aprendido antes qué comportamientos y disposiciones son socialmente relevantes y aquella se demora en responder; entonces, se produce un “déficit de institucionalidad escolar”: la escuela no sabe bien qué hacer e insiste en pensar en niños y familias distintos a los que llegan y debe recibir.

Y la tercera afirmación es que, pese a los beneficios evidentes de las políticas sociales -y sobre todo de las educativas-, éstas no logran penetrar la capa de las creencias y expectativas de los actores. La matriz cultural donde el mercado juega un rol central, incluso en la formación de identidades y disposiciones individuales para encarar la realidad escolar, no es inocua. Los actores escolares padecen de un “exceso de socialización”, porque cada vez más piensan y actúan con categorías de mercado y competencia incluso en ámbitos no mercantiles. El problema es que quienes diseñan políticas no se han detenido a revisar si estos comportamientos y capacidades valoradas socialmente son compatibles con la experiencia escolar y, de paso, subestiman la importancia de los factores blandos o subjetivos en la escuela.

En resumen, la discusión acerca de una educación de calidad no puede abstraerse del contexto social y cultural en que se mueven y habitan los docentes, los niños y las familias. La exigencia de calidad supone responder previamente la pregunta por los mínimos de equidad y cohesión en la sociedad puesto que los mínimos influyen en la configuración del portafolio de recursos y capacidades con los cuales los niños, las familias y los docentes encaran las oportunidades para aprender y enseñar. Pero también implica avanzar hacia políticas que aborden no sólo las condiciones materiales, los incentivos, los recursos y las normas, sino la mentalidad con la que se trabaja en la escuela.

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