domingo, 1 de diciembre de 2013

Evidencias y políticas educativas

Fuente: http://www.systems4pt.com/
En noviembre 23 se publicó una columna de 3 académicos de un centro de estudios sobre políticas sociales llamado J-PAL, titulada "¿Cuál es tu evidencia?", cuyo texto de "bajada" era "... la evidencia sobre la efectividad de políticas es muy escasa. Una de las razones es que su producción toma tiempo y que quienes gobiernan usualmente tienen horizontes de tiempo menores al necesario para responder este tipo de preguntas". Como se adivina, la opinión de estos académicos es favorable a la producción de evidencia y a la toma de decisiones de política sobra la base de las mismas, puesto que cuando faltan evidencias, la discusión suele basarse en "grandes principios éticos y, aunque éstos tienen un inconfundible valor para la sociedad, sin evidencia se tiende a tener discusiones enfocadas en la posible violación del principio, más que en el daño o beneficio relativo efectivo a cada grupo especifico de la población".

En la misma hoja donde estaba la columna se publicaron dos cartas, una en defensa de la permanencia del SIMCE en los términos que hoy existe (escrita por un asesor del MINEDUC) y otra sobre la evaluación docente, cuya valoración positiva por parte de la OCDE era destacada por dos académicos de la UDP, señalando que el informe de la OCDE daba pie a una expansión del sistema de evaluación docente al sector privado subvencionado y a la creación de un sistema similar para directores. 

No cabe duda que en la discusión sobre políticas (más todavía en periodo electoral ad portas de un cambio de gobierno) se combinan los planos ético-normativos y técnico-instrumental. El primero da cuenta de los fines y orientaciones político-filosóficas que subyacen en las propuestas de políticas de un grupo; el segundo, de las evidencias que sirven de argumentos empíricos para defender estas propuestas, sobre todo cuando se presume algún grado de acuerdo básico sobre la manera de ver el mundo y la sociedad. El problema es que la mayoría de las veces, la discusión sobre los fines se ve postergada o silenciada por la preminencia del debate sobre las evidencias acerca de la efectividad o no de los medios. Vamos a algunos ejemplos.

El carácter segregador del financiamiento compartido (FC) es uno de los debates más frecuentes entre investigadores de políticas educacionales. Unos dicen que hay suficiente evidencia para afirmar que el FC agudiza la segregación educacional; otros dicen que aun cuando se haya encontrado asociación entre mayor segregación escolar y FC, esto no implica causalidad. De acá se sigue -para los primeros- que es urgente terminar con  el FC puesto que está exacerbando la segregación escolar; pero para los segundos significa justamente lo contrario: mientras no haya evidencia concluyente sobre el efecto segregador dl FC, no es razonable suprimirlo. ¿Qué caracteriza a los primeros y qué a los segundos? A los primeros, un cierto acuerdo sobre la importancia de la igualdad, la justicia y la cohesión social, todo lo cual se ve amenazado por el FC. A los segundos, a su tiempo, un cierto acuerdo sobre la preponderancia de la elección familiar o la libertad para aportar recursos a la educación de sus hijos y un cierto interés en proteger las inversiones de los emprendedores educacionales que han surgido luego que el FC comenzara a implementarse. En definitiva, en unos y otros investigadores se puede reconocer una concepción de la sociedad y del individuo distinta y con tendencia al antagonismo. Esta concepción de cada uno sirve de sustento a sus intentos de producción e interpretación de la evidencia científica.

De manera análoga, la discusión sobre los efectos del SIMCE en el disciplinamiento de la acción de docentes y escuelas se ve también teñida por las posiciones ético-políticas de los investigadores. El SIMCE para sus partidarios es un elemento clave de un sistema escolar cimentado en la libertad de la oferta para definir su enseñanza y de la libertad del individuo para elegir un establecimiento de manera informada. Es también un mecanismo de evaluación de la calidad y de premio o castigo a los actores escolares, cada vez que la familia debe decidir la educación de sus hijos juzgando con este parámetro (los resultados SIMCE) la idoneidad de los docentes y directivos para producir aprendizajes. En cambio, para sus críticos, es un mecanismo que aliena a docentes y escuelas, obligándolos a actuar siempre en referencia de las evaluaciones, focalizando su enseñanza en lo que se evalúa y abandonando la posibilidad de una auténtica formación integral. Dada además la importancia que ha alcanzado el SIMCE, se ha convertido en un germen de malas prácticas para alcanzar buenos resultados a como dé lugar (por ejemplo, seleccionando estudiantes y entrenándolos para la prueba). Y, para rematar, sin que ello haya significado un incremento efectivo en la calidad de los aprendizajes. La evidencia para todo este caudal de críticas está en el TIMMS, donde los estudiantes chilenos mejoran sostenidamente mientras el SIMCE muestra resultados estancados. Pero nada de esto convence a los partidarios del SIMCE y su fortalecimiento. Finalmente, lo que está en juego es una forma de concebir el sistema escolar y no solo la manera de evaluar su desempeño.

En definitiva, reservar la discusión de políticas a la presentación de evidencias es un simplismo porque tanto en la construcción de éstas como en su interpretación hay de fondo cuestiones ético-políticas. El beneficio o daño relativo que una determinada política tiene sobre un grupo específico, se puede estimar mediante regresiones estadísticas u otras herramientas de investigación y evaluación, pero casi siempre habrá un debate insoslayable: qué tipo de sociedad se quiere, qué tipo de educación se busca y qué medios se está dispuesto a utilizar para construirla. La discusión basada en evidencias no puede dar por supuesto el acuerdo sobre estos aspectos sustantivos.