jueves, 16 de junio de 2016

Contradicciones en la reforma de la Educación superior (Columna de Ernesto Águila)

Me parece que Ernesto Águila ha dado en el clavo con su reflexión, desnudando tensiones entre la gratuidad y lo público en Educación Superior, dado el actual escenario y tendencias en este nivel educativo. Transcribo su columna publicada en La Tercera:


Una de las principales dificultades del proyecto de Ley Marco de educación superior ha sido definir su eje vertebrador. En los primeros borradores este fue mejorar la regulación de las instituciones privadas. Hoy el centro de gravedad se ha desplazado hacia el modo de implementación de la gratuidad, la prioridad o no de la educación pública estatal, y la relación del Estado con la heterogénea realidad institucional existente.
Hay que partir por hacerse cargo de una verdad incómoda: existe hoy una contradicción entre promover una educación gratuita universal y fortalecer la educación pública estatal. Extender la gratuidad universal en un sistema altamente privatizado y de mercado como el actual equivale a consolidarlo; es trocar la demanda de 2011 de “educación pública, gratuita y de calidad” por una educación gratuita esencialmente privada. Un movimiento social que no armoniza la demanda de gratuidad universal con la definición del tipo y la calidad/complejidad de las instituciones que debieran proveerla, corre el riesgo de desplazarse silenciosamente de un movimiento socio-político a uno de consumidores.
Otra gran dificultad ha sido la definición de educación pública en la educación superior. En la literatura especializada y en los organismos internacionales no hay dos opiniones: la educación pública es aquella de propiedad y provisión estatal. Sin embargo, resolver conceptualmente un problema no siempre significa solucionarlo en la práctica.
En su desarrollo histórico tres instituciones privadas – Concepción, Austral, Santa María- se asimilaron a instituciones inequívocamente públicas, por lo que el trato hacia ellas no debiera diferenciarse de las estatales. A su vez, dichas universidades constituyen un camino paradigmático a seguir por otras instituciones privadas posteriores a 1981 que quisieran tener un tratamiento similar. Capítulo aparte son las universidades católicas tradicionales. ¿Por qué el Estado debiera apoyarlas? Por su complejidad institucional y por razones históricas. Al separarse el Estado de la Iglesia en 1925, aunque no se suscribió un Concordato como en otros países, se produjo un acuerdo tácito al respecto. Cabe si debatir a cuántas nuevas instituciones confesionales puede un Estado laico apoyar y seguir siendo laico.
El proyecto de educación superior debiera tener claro no sólo su punto de llegada sino las transiciones necesarias, poniendo en su centro un reordenamiento institucional que permita fortalecer y expandir las universidades estatales; apoyar y despejar incertidumbres a las no estatales tradicionales y complejas; ofrecer un camino a las privadas post 81 que quieran evolucionar hacia lo público (en la huella de la Austral, Concepción y Santa María); e ir al rescate solidario de los estudiantes y sus familias capturados hoy en instituciones que se llaman universidades pero que no lo son. Sólo en el marco de un reordenamiento institucional la política de gratuidad universal podrá mantener su signo progresista.

lunes, 6 de junio de 2016

La irritación de Brunner

Fuente: http://www.brunner.cl/
A estas alturas, para nadie resulta sorpresivo que José J. Brunner, otrora ministro del área política del segundo gobierno de la Concertación e integrante frecuente de comisiones o consejos asesores en política educacional, no gusta de las reformas que este gobierno se empeña en implementar en Educación. Pero una cosa es la crítica a las desprolijidades e impericia mostrada por el gobierno durante la tramitación legislativa, o al retraso del MINEDUC en la definición de reglamentos para la ley que prohibió (o restringió) el lucro, el copago y la selección; o bien el disgusto por los vaivenes en materia de educación superior. Todo ello hasta se puede compartir. Sin embargo, ahora la irritación de Brunner va más allá y apunta a la narrativa que promueve el gobierno, rotulándola simplemente como un "mito". Cito bueno parte de la columna publicada por Brunner este domingo y que se puede consultar en su blog:
Nuestro debate sobre políticas educacionales sufre de una progresiva distorsión. Por un lado, el Mineduc proclama como éxitos de la reforma cosas tales como: “Se terminó la educación de mercado”, “pasó a ser un bien público”, “la educación ha dejado de gravitar en torno al dinero” o “la ley establecerá un sistema de educación superior inclusivo, pertinente y de calidad”. Por otro lado, la autoridad declara que el sistema escolar estaría enfilado hacia un nuevo rumbo, dirigido hacia una mayor igualdad en la sociedad chilena. En ambos lados, hay un conjunto de mistificaciones que conviene aclarar. 
En esto debemos aprender de los estudios llevados a cabo por la OCDE. Por ejemplo, insisten que una implementación efectiva supone aumentar las capacidades en la base, a nivel de aulas y colegios. Recomiendan contar con directores que sean verdaderos líderes pedagógicos capaces de “dar vuelta” colegios fallidos. Subrayan la necesidad de crear o fortalecer comunidades profesionales que puedan llevar las innovaciones hasta el interior de las salas de clase. Asimismo, se recomienda evitar iniciativas que desestabilicen a los colegios o que desconozcan el contexto dentro del cual se desenvuelven.
La mayoría de los proyectos de reforma impulsados por la administración Bachelet en este sector no ha considerado estas elementales lecciones. Su diseño fue improvisado, no se incluyeron dispositivos de evaluación, se puso énfasis solo en los aspectos legislativos, se dejó a un lado la articulación de acuerdos, se pasó por alto el conocimiento existente y se hostilizó a los sostenedores, las comunidades escolares y las instituciones de educación superior.
La sala de clase, las prácticas pedagógicas, la calidad de los aprendizajes, el cierre de brechas sociales, una mayor equidad, la capacitación de los docentes en ejercicio, una educación superior dinámica y vinculada con el desarrollo del país y las regiones, todo eso se halla lejos del corazón de la reforma.
Con todo, las principales mistificaciones se ubican en otro lado: el del (supuesto) poder que se atribuye a la educación para producir -como una nueva “mano invisible”- una sociedad más equitativa, movilidad social, igualdad de estatus y una mejor distribución del ingreso.
Originalmente, esta tesis fue planteada por la teoría del capital humano y acompañó a la visión neoliberal del mundo. Se postuló (y creyó) que la educación contribuía significativamente a todos esos fines sociales. Además, a crear empleo, aumentar la productividad, ensanchar el emprendimiento, facilitar la difusión de innovaciones tecnológicas e incrementar la competitividad de las empresas y la economía nacional.
Tan expectante tesis llegó a ser adoptada de manera casi uniforme, e igualmente acrítica, por economistas convencionales, organismos internacionales y fervorosos creyentes en el mejoramiento automático de las oportunidades de vida.
Por el contrario, la sociología, más realista -y más escéptica también cuando no se deja llevar por los vientos de alguna utopía- postula que la educación, entregada a los mecanismos espontáneos de transmisión de la familia, la escuela y la sociedad, termina reproduciendo las desigualdades de la cuna y sirviendo como un dispositivo de selección, clasificación, estratificación y jerarquización de las personas. No osaría, por lo mismo, prometer la igualdad en la tierra o la movilidad ascendente hacia el cielo. Pues sabe -desde hace más de un siglo- que para emparejar oportunidades, compensar diferencias, reconocer méritos y cerrar brechas de aprendizaje y bienestar, la educación necesita domesticarse, civilizarse, cultivarse y transformarse.
La distorsión óptica bajo la que hemos vivido estos últimos años se genera por ese enfoque economicista y por la idea de que las reformas impulsadas por la actual administración estarían operando como un interruptor de la reproducción educacional de las desigualdades.
El mito es pensar que la educación puede transformar las sociedades y hacerlas más justas (mejor distribución del ingreso, status similar y movilidad social). La realidad, dice Brunner, muestra que la educación no puede prometer esto, salvo que se cuente con "un programa de reformas muy distinto", centrado en la gestión, el liderazgo, la profesionalización docente, la mejora de las condiciones de trabajo en las escuela, el desarrollo de redes de apoyo, un curriculum para el siglo XXI y políticas destinadas a incidir en las carencias de los hogares de esos alumnos. Una reforma de gestión, curriculum y pedagogía; no de arquitectura y legislación.

A primera vista, pareciera que Brunner quiere barrer con uno de los axiomas de la política y las reformas educativas, el mismo que sostiene UNESCO, UNICEF y los organismos multilaterales como el BID, el Banco Mundial y la propia OECD. Este axioma sostiene que la educación puede hacer la diferencia o, más ampliamente, que la educación puede contribuir al desarrollo de los países y al bienestar de sus habitantes. Por supuesto, nadie en política educativa es tan iluso para creer que la educación es la panacea para todos los males de la sociedad. Pero a la vez nadie es tan pesimista para sostener que la educación no importa. Ni siquiera Brunner, pues luego resume la que debería ser la agenda educativa que el país debe implementar.

La irritación de Brunner, en consecuencia, es con los discursos y la agenda de cambios que este gobierno está impulsando. Tiene razón cuando reprocha que las reformas actuales son hasta ahora meros cambios legislativos logrados sin una base fuerte de consensos (muy al contrario, fueron aprobadas a contrapelo de muchos grupos de interés). Tiene razón cuando afirma que no es claro el dispositivo de evaluación de estas políticas (omisión frecuente en Chile, por lo que no sabremos con exactitud si logran o no sus objetivos y metas). Tiene razón cuando tilda de "mitos" afirmaciones como que "se terminó la educación de mercado" y que hoy tenemos un sistema donde "ha dejado de gravitar el dinero" (es entendible su enfado, pues no hay evidencia que permita sostener esto y porque es excesivo atribuirle ese impacto a una reforma).

A mi juicio, en su enojo Brunner olvida lo propio del lenguaje de los políticos. Éstos usan frases hechas y grandilocuentes, sobre todo si hay cámaras y prensa por delante. Elaboran enunciados de política, pero no hablan el lenguaje de las políticas. Olvida que, en general, los políticos no participan en los procesos de diseño, planificación, implementación y evaluación de políticas. Por eso dicen lo que dicen.



sábado, 4 de junio de 2016

¿Está la educación basado en opiniones y no en evidencia?

Una entrevista de hace algunos meses a Viviane Senna en Brasil provoca justamente con la afirmación siguiente: "La educación está basada en opiniones, no en ciencia". Por supuesto, generó molestia entre académicos y especialistas pues interpretaron las palabras de Senna como una descalificación de la pedagogía y como una predilección por una comprensión economicista.

En Chile, el argumento se repite con cierta frecuencia por quienes se oponen al cambio, especialmente cuando las reformas propuestas van contra tendencia. Así, por ejemplo, respecto del fin del lucro en educación escolar se decía que no había suficiente evidencia para sustentar la bondad o beneficio de esa política. De igual modo, cuando se habla del "efecto par", cuya evidencia no resulta concluyente (o sea, hay estudios que apoyan y otros que rechazan la hipótesis según la cual los desaventajados se benefician de compartir experiencias educativas con los más aventajados y estos últimos no se ven perjudicados con dicha interacción) o cuando se argumenta a favor de la descentralización y autonomía escolar (como ocurre ahora con el proyecto de ley de nueva educación pública).

Por "evidencia" en general se entiende los datos y/o conclusiones que resultan de estudios o investigaciones acerca de los beneficios y efectos adversos de determinadas medidas o políticas en otros países o en escenarios controlados (experimentos). Una política basada en evidencia, en conclusión, es aquella que funda sus razones, focos y estrategias en resultados de otras políticas que han sido documentadas y evaluadas en su eficacia y/o impacto. Por supuesto, hay buenos argumentos para recomendar que las políticas se basen en investigación o que respondan a diseños técnicamente respaldados: la eficiencia en el gasto estatal, el uso alternativo de los recursos públicos, la eticidad de implementar medidas en poblaciones escolares cuando no se conoce su resultado probable, etc.

Pero también hay riesgos: la evidencia tiende a ser reproductiva y conservadora, o sea, sólo existe evidencia de aquello que ya existe; la evidencia tiende a ser abundante de aquellas políticas que también son más frecuentes en el mundo, lo cual depende también de factores sociopolíticos y contextuales (lo que resultaba recomendable a mediados del siglo pasado hoy puede no serlo e incluso puede ser contraindicado). Es siempre más dificultoso probar que algo está equivocado o es inconsistente cuando lo que se busca contrariar es justamente lo hegemónico (o sea, cuando está dentro del paradigma dominante).

¿Es conveniente contar con evidencia? Por supuesto, pero siempre en la medida que previamente se haya convenido un horizonte normativo que sustente el juicio sobre la calidad de esas evidencias. Sin principios o valores, las evidencias son datos vacíos; aunque en rigor no es posible asumir una verdadera neutralidad en la evaluación de efectividad de políticas. Pero a la vez, sin evidencias, los principios y valores de una política se acercan riesgosamente a ser mera retórica. 

¿Y por qué no tenemos evidencia que afirme la bondad de las políticas? La principal razón quizá esté en que evaluar concienzudamente una política requiere tiempo (sobre todo en educación) y, en cambio, el rango de tiempo de los políticos es escaso (un gobierno tiene generalmente un periodo para implementar sus propuestas). La segunda razón es derivada: evaluar políticas -justamente porque toma tiempo- cuesta dinero: si los beneficios de una evaluación de política probablemente los recibirá el próximo gobierno, ¿para qué invertir en ello?

Un ejemplo de reformas basadas en evidencia es el artículo de Murnane y Ganimian (junio de 2014), titulado "¿Cuáles son las lecciones de las evaluaciones de impacto rigurosas de políticas educativas para América Latina?" publicado por Interamerican Dialogue. Ambos proponen 4 lecciones de política que resultan de la evaluación de impacto de políticas de países en vías de desarrollo:
  • "Primero, reducir los costos de asistir a la escuela y proveer alternativas a las escuelas públicas tradicionales aumenta la asistencia y la escolaridad, pero no siempre el desempeño. 
  • Segundo, proveer información sobre la calidad de las escuelas, las prácticas que los padres pueden implementar para mejorar el desarrollo de sus niños, y los retornos educativos incide en las acciones de los padres y el desempeño de las escuelas privadas.
  • Tercero, más y mejores recursos mejoran el desempeño estudiantil, pero sólo cuando influyen la experiencia cotidiana de los niños en la escuela. 
  • Cuarto, los incentivos bien diseñados aumentan el esfuerzo docente y el desempeño de los alumnos más rezagados, pero para lograr niveles de instrucción enseñanza mínimamente aceptables, los docentes menos calificados necesitan orientación y apoyo específicos."