Iguales
oportunidades de aprendizaje (Por José
Joaquín Brunner, académico UDP)
El mayor
desafío de la educación chilena es cómo mejorar la calidad y la distribución
social de las oportunidades de aprendizaje. Este es un problema más que secular
en nuestro país. Se discutió intensamente a comienzos del siglo XX, con
ocasión de los sucesivos proyectos de instrucción primaria obligatoria
tramitados en ambas cámaras del Congreso Nacional.
A este
respecto, ya don Darío Salas se hacía cargo en su libro de 1917 de la cuestión
suscitada por la existencia de las preparatorias, instituciones especiales
-distintas de la escuela pública común- las cuales impartían instrucción
elemental para una minoría (privilegiada). En esa época las preparatorias se
habían vuelto blanco de la acusación, decía él, de fomentar la separación
de clases sociales y contribuir a la despoblación de los cursos superiores de
la escuela primaria. Hoy llamamos a estos males “segregación” y “descreme”
respectivamente. Y los atribuimos equivocadamente a fenómenos recientes, como
la prevalencia de políticas neoliberales y de prácticas de selección académica.
Ha pasado casi un siglo y poco hemos aprendido. Preferimos las consignas antes
que las duras lecciones de la historia.
En
cambio, nuestro autor era más realista y escéptico a la vez. Sostenía que sin
lugar a dudas el ideal republicano mandataba una educación común en el grado
elemental. Sin embargo, agregaba, el deplorable estado de la escuela primaria
hace indispensable las preparatorias. Al punto, agregaba, que “aun los que
opinan en la prensa y en asambleas públicas en favor de su supresión, y hasta
los propios visitadores y directores de escuelas muchas veces se ven en la
necesidad de enviar a ellas a sus hijos”. Y concluía lapidario: "si llegasen
a suprimirse, muy pocos de los que hoy recurren a ellas (las preparatorias)
enviarían sus niños a las escuelas públicas los demás preferirían las escuelas
particulares".
De modo
que una suerte de elitismo republicano, como lo denomina un famoso sociólogo
francés, acompañó desde temprano a nuestro débil Estado docente, al amparo del
cual se desarrolló además un elitismo propiamente aristocrático y
burgués. Ya bien entrado el siglo XX, el sistema escolar procesa y reproduce
todas estas dinámicas históricas de diferenciación y selección en el contexto
de una sociedad capitalista de masas, generándose así una desigual distribución
social (entre clases y estamentos) de las oportunidades de aprendizaje. La
calidad queda reservada a los de arriba; los de abajo deben soportar la (mala)
suerte de su origen.
¿Qué
significa esta desigual distribución de la calidad de las oportunidades de
aprendizaje? Que los
resultados obtenidos por los estudiantes se diferencian jerárquicamente según
el origen socio familiar de los estudiantes; es decir, los capitales económico,
social y cultural de los hogares. Este es un fenómeno universal. Cabe
preguntarse entonces: Comparativamente, ¿cuán intensa es esa diferenciación en
el caso de Chile? ¿Es la más pronunciada del mundo, como suele decirse? Puede
responderse esta pregunta comparando el puntaje promedio obtenido en la prueba
PISA 2012, en la escala de matemática, por los alumnos provenientes del 25 por
ciento de menores y de mayores capitales en cada país participante en
este examen internacional. Así, por ejemplo, la brecha alcanza en una extremos
a más de 100 puntos en 15 países, entre ellos Eslovaquia, Francia, Hungría,
Uruguay, Singapur y Alemania y, en el otro, a 70 puntos o menos en 13 países,
entre ellos Macao-China, México, Noruega, Finlandia y Túnez (41 puntos PISA
corresponden en esta prueba a un año adicional de escolarización). Chile, con
99,7 puntos, se sitúa próximo al grupo de países con una brecha alta, entre
Alemania y Polonia, y apenas 10 puntos por encima del promedio de la OCDE
(=90,3 puntos). Luego, el
desempeño de nuestro país en este indicador de desigualdad en el
aprovechamiento de las oportunidades de aprendizaje, si bien no es
satisfactorio para nada puede estimarse el peor del planeta o algo similar, como
proclaman quienes utilizan la vacua retórica de la hipérbole estadística.
Como sea,
Chile necesita mejorar la calidad de las oportunidades escolares y
distribuirlas de manera más equitativa, usando -en la medida de lo posible- la
educación como un medio para contrarrestar o mitigar la reproducción de las
desigualdades de la cuna. Durante la década (larga) pasada, entre 2000 y 2012,
nuestro país mejoró los resultados en las pruebas PISA de comprensión lectora y
matemática y mantuvo su desempeño en ciencias. Por tanto hizo la tarea y
mereció el reconocimiento de organismos como la OCDE.
¿Qué
necesitamos hacer para seguir avanzando durante la década presente y llegar al
año 2020 con un rendimiento cercano al promedio de los países de la OCDE;
digamos, donde hoy se hallan situados España, Portugal y Grecia? Básicamente,
tres cosas, además de salir de la confusión y poner fin al estéril debate que
hoy mantiene confundido al sistema escolar.
Primero,
igualar la calidad de la oferta, poniendo a todos los sostenedores y sus
escuelas en un pie de igual trato en cuanto a los subsidios, los apoyos y las
exigencias. Incluye disminuir progresivamente el copago, aumentar
significativamente la subvención de base y preferencial, y establecer un
régimen serio y coherente de regulaciones públicas compatibles con la
diversidad de proyectos y misiones escolares de nuestro sistema mixto de
provisión.
Segundo,
reforzar la efectividad de los colegios que atienden a la población mas
vulnerable. Las variables sobre las que hay que operar son bien conocidas:
desempeño y carrera docente, liderazgo directivo, motivación y compromiso de
los alumnos, clima escolar, relación con las familias.
Tercero,
ampliar y reforzar todo tipo de programas, instrumentos y medidas para
apuntalar los colegios que atienden a los niños y jóvenes provenientes
del 40 por ciento de la población con menores capitales, junto con ofrecer a
sus familias oportunidades de alta calidad a través de una red de jardines
infantiles de máxima efectividad.
Un
desafío de proporciones (Por
Harald Beyer, Director CEP)
La
educación puede ser una fuente importante de igualdad de oportunidades y de
movilidad social, pero es fundamental no crear expectativas exageradas sobre
sus efectos. De las 65 economías que participaron en la prueba PISA 2012, trece
tienen resultados “virtuosos”, es decir simultáneamente tienen desempeños por
sobre el promedio de la prueba y la proporción de la varianza de estos que
contribuye a explicar el origen socioeconómico y cultural de los estudiantes es
inferior al promedio. Nueve de ellos pertenecen a la OCDE (Holanda, Corea,
Japón, Irlanda, Suiza, Australia, Canadá, Estonia y Finlandia). El promedio
simple de su coeficiente Gini -la medida de desigualdad más utilizada-, antes
de impuestos y transferencias, es decir de “mercado”, es 0,45 (mientras más
cercano a 0 más igualitario el país. Lo inverso ocurre si se acerca a 1). Para
Chile ese valor es 0,536. Son más igualitarios esos países virtuosos, pero
tampoco las diferencias son abrumadoras.
Una
aclaración es necesaria aquí: estamos acostumbrado a ver diferencias mayores,
pero ellas se observan cuando comparamos los coeficientes Gini después de
impuestos y transferencias. La razón principal para este contraste es que
muchos países de la OCDE realizan importantes transferencias monetarias, muchas
de ellas focalizadas, que son muy superiores, como porcentaje del PIB, a las
que realiza Chile. Esas menores desigualdades no son, por tanto, el efecto de
un sistema educativo de calidad y más equitativo. Por cierto, se podría
argumentar que un sistema de esas características hace a los países más
productivos y, por tanto, más ricos, elevando su recaudación (y carga)
tributaria, hecho que a su vez permite mayores subsidios monetarios. Pero, el
impacto directo puede ser más acotado de lo que habitualmente se supone en el
debate público.
Ello hace
indispensable pensar bien la estrategia para producir más oportunidades en
educación y evaluar apropiadamente cuál es el mejor uso de los recursos
adicionales con los que contará el sector educacional. Es también importante
recordar que Chile ha subido sus desempeños educativos promedios y también se
han reducido las brechas entre estudiantes de distinto origen socioeconómico.
Esto puede verse tanto en las pruebas internacionales (PISA y TIMSS) como en
las mediciones nacionales. Por supuesto, estos cambios no son lineales, no
ocurren en todas las mediciones y no se repiten igual en todas las disciplinas,
pero las tendencias son claras. Muchos no quieren verlos, porque contradice el
discurso del estado crítico en el que nos encontraríamos y la demanda de una
transformación refundacional e inmediata de nuestro sistema educacional que
acompaña ese discurso. Este es legítimo, pero menos si no deja espacios para
reflexionar respecto de cuáles son las medidas prioritarias y más urgentes para
producir más oportunidades.
Ahora es
importante reconocer que también Chile tiene debilidades significativas en su
panorama educativo: quizás la más relevante es su alto nivel de segregación,
demostrado en la prueba PISA, incluso por encima de países de la región tan
desiguales como el nuestro. Es cierto que quizás la comparación no es justa,
toda vez que tenemos un nivel de cobertura en educación secundaria muy superior
a nuestros vecinos, es decir, incluimos a más estudiantes vulnerables que
ellos, lo que afecta nuestros índices de segregación. Aun así, no podemos
renunciar a lograr una mayor integración. El término del copago y un sistema de
admisión no discriminatorio pueden contribuir a este objetivo. Claro, que las
reformas a la segunda de estas dimensiones deben ser capaces de establecer un
balance adecuado con otros valores educativos largamente respetados en Chile.
Por ejemplo, la libertad de enseñanza con fondos públicos o la admisión por trayectoria
académica de los estudiantes como ocurre en muchos liceos públicos. Hay un
aporte de estas experiencias que no se puede tirar por la borda. A su vez, el
término del financiamiento compartido es una alternativa que tiene sustitutos
si se quiere afectar su impacto potencial sobre segregación, pero si se insiste
en ese camino parece razonable definir una transición distinta a la del
controvertido proyecto que le pone fin a esta posibilidad, toda vez que la ahí
contenida perjudica los proyectos educativos desarrollados por más de 900
establecimientos educacionales que educan a 580 mil niños y jóvenes.
De
implementarse esas medidas no sabemos mucho respecto del cambio que va a
experimentar la segregación y tampoco es evidente que vayan a mejorar nuestros
desempeños educativos y a reducirse las brechas de logro entre estudiantes de
altos y bajos niveles socioeconómicos y culturales. A menos que se crea que
pueden generarse grandes efectos pares. Sin embargo, me parece que la
literatura especializada reciente nos obliga a ser cautos respecto de esta
expectativa. Entonces, ¿qué reformas tienen mayores posibilidades de lograr
esos objetivos? Menciono dos que son indispensables. Si vemos los resultados de
estudios como los de la Encuesta Longitudinal de Primera Infancia que, en
diversos indicadores de habilidades cognitivas y socioemocionales, muestran
diferencias relevantes entre niños de alto y bajo nivel socioeconómico, es
fundamental concentrar esfuerzos en esta etapa. Ello supone no solo una
educación inicial de alto nivel sino también una mirada más integral al
desarrollo de los niños de hogares menos aventajados socioeconómica y
culturalmente. El desafío aquí es profundo y tiene que ver con la posibilidad
de crear entornos que enriquezcan el desarrollo de estos niños y en muchos
casos que reduzcan sus niveles de stress. Lograr crear iguales oportunidades en
esta etapa cuesta dinero y requiere de mucho ensayo y error. Más allá del
discurso, este desafío no lo estamos aquilatando apropiadamente.
Y es
difícil pensar que la etapa siguiente, la escolar, pueda lograr un verdadero
aporte a la igualdad de oportunidades sin docentes y directivos bien
preparados, y profesionalmente desafiados y atraídos por la labor que
desempeñan. Hacer esto bien, es decir formar, atraer y retener a personas
capaces e inspiradas a nuestros colegios, particularmente a aquellos donde hay
más estudiantes vulnerables es, también, una tarea gigantesca y requiere muchas
capacidades concentradas en lograr sacarla adelante. Observando el debate
educacional, no tengo claro que estemos conscientes del alcance de este
desafío.