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Transcribo una breve entrevista al sociólogo francés, Francois Dubet, de amplia influencia en Chile y Latinoamérica en general, realizada en agosto pasado por Raquel San Martín, en La Nación. Se refiere a su más reciente libro "¿Por qué preferimos la desigualdad?", publicado por Siglo XXI en Argentina. El texto presenta la reflexión de Dubet a partir del caso francés y de Europa en general. Conviene leer también el texto de Pierre Rosanvallon, "La sociedad de los iguales", donde aborda la misma cuestión y propone entender esta contradicción a partir de la paradoja de Bossuet.
Esta es la entrevista a Dubet en La Nación argentina, de Raquel San Martín:
"Lejos de ser una fatalidad, o sólo un producto de
decisiones de los poderes económicos globales, la desigualdad puede
estar también alimentada por pequeñas decisiones cotidianas, desde la
escuela que elegimos para nuestros hijos, la puntualidad en el pago de
los impuestos o el modo en que nos comportamos con los extranjeros. "No
somos sólo víctimas de desigualdades sociales, somos también un poco sus
autores", dice el sociólogo François Dubet, que en su último libro,¿Por
qué preferimos la desigualdad? (Siglo XXI), da una vuelta de tuerca
inquietante al tema de moda en el análisis social y económico. Claro que
no atribuye el fenómeno a un conjunto de malas intenciones
individuales, sino al debilitamiento de los lazos de solidaridad que
solían sostener un "modelo de integración" que parece acabado, en el
mundo desarrollado y fuera de él. "Ya no consideramos a los otros lo
suficientemente semejantes a nosotros como para querer su igualdad
social aceptando algunos 'sacrificios' como los impuestos o la
asistencia a la misma escuela", sostiene en diálogo con LA NACION.
Dubet
-uno de los sociólogos más destacados de la escena intelectual
francesa, que se ha ocupado en otros trabajos del modelo de igualdad de
oportunidades, la escuela, la inmigración y el rol de la sociología-
subraya un cambio de época: la solidaridad ya no es un elemento
permanente del sistema social, sino "una producción continua, resultado
de las acciones individuales y las políticas públicas". El autor, que
estará en noviembre próximo en la Argentina, reconoce que los populismos
de derecha que se extienden por su continente fueron una de las
inspiraciones para este libro. "Lo escribí para que las fuerzas de la
izquierda y progresistas no abandonen la cuestión de la solidaridad a la
extrema derecha populista que propone soluciones irreales, peligrosas y
moralmente inaceptables", dice.
Empiezo por devolverle la pregunta del título de su libro: ¿por qué preferimos la desigualdad?
Entre
los años 1900 y 1980, las desigualdades sociales se redujeron
fuertemente en las sociedades industriales desarrolladas. Hoy, la
tendencia se ha revertido y las desigualdades sociales se incrementan.
Quisiera demostrar que este retorno de las desigualdades no es sólo un
efecto mecánico de las mutaciones del capitalismo, sino que también
responde al hecho de que los individuos ya no eligen la igualdad social.
Mi hipótesis es que la elección de la igualdad o, más modestamente, de
la reducción de las desigualdades, descansa sobre los lazos y los
sentimientos de solidaridad, que hoy están en declive, y de cierta
manera no queremos más "pagar por los otros". Nuestro apego formal al
principio de igualdad no se transforma en deseo de igualdad social
cuando elegimos una escuela privada, los barrios socialmente homogéneos,
la seguridad privada, cuando nos quejamos contra los impuestos, cuando
excluimos a los nuevos migrantes...
¿Cómo podemos adaptar la
idea de igualdad a la diversidad de las personas y sus condiciones de
vida y valores, todas cosas que tendemos a valorar positivamente hoy?
La
igualdad no es igualitarismo. La igualdad social consiste en hacer que
los ciudadanos de una misma sociedad dispongan de condiciones de vida
suficientemente próximas para que tengan el sentimiento de vivir en el
mismo mundo y ser solidarios y dependientes los unos de los otros. En
rigor, aceptamos las desigualdades sociales mientras no amenacen el
sentimiento que tenemos de ser fundamentalmente iguales a pesar de
nuestras diferencias y a pesar de las desigualdades "naturales" entre
los individuos. Diversas investigaciones muestran que los individuos
consideran que una sociedad en la que el 10% más rico fuera tres veces
más rico que el 10% más pobre sería una sociedad con desigualdades
sociales "justas" y aceptables.
Algunos de sus colegas argumentan que la desigualdad se ha vuelto insuficiente para describir el mundo contemporáneo. ¿Coincide?
Es
verdad que hoy las desigualdades sociales explotan en los dos extremos
de la estructura social: los superricos de un lado, los excluidos del
otro. Pero eso no significa que todo el resto de la sociedad sea una
vasta clase media homogénea. A decir verdad, denunciamos las grandes
desigualdades, aquellas de las oligarquías superricas y de los excluidos
superpobres, y tenemos razón en hacerlo. Pero en lo que respecta al
resto, defendemos las pequeñas desigualdades que nos son favorables y,
con frecuencia, pensamos que sólo los muy ricos deberían pagar y también
que los muy pobres no merecen siempre recibir asistencia porque son
"clases peligrosas". En verdad, la noción de desigualdad sigue siendo
fundamental porque las personas actúan en función de pequeñas
desigualdades que nos afectan directamente. Con frecuencia denunciamos
las desigualdades grandes para justificar mejor las pequeñas
desigualdades que nos son favorables.
¿Podría darme un ejemplo de "pequeñas desigualdades"?
El
ejemplo en el que pienso es el de la escuela. Cuando elegimos defender
las "pequeñas" desigualdades entre las escuelas, producimos, a pesar
nuestro, grandes desigualdades escolares en términos de trayectorias
escolares y ellas producen grandes desigualdades en términos de
ganancias. El mecanismo es el mismo para las desigualdades de la
atención de la salud entre los grupos sociales. Con frecuencia, las
grandes desigualdades que condenamos resultan de pequeñas desigualdades
que defendemos.
¿Qué rol juega la escuela en debilitar los
fundamentos de la solidaridad y la fraternidad? ¿O sigue siendo uno de
los últimos espacios de resistencia del modelo de integración?
En
países como la Argentina y Francia, la escuela básica pública fue
pensada como la escuela de la integración nacional y de la formación de
un ciudadano "esclarecido". Este ideal existe todavía, pero corresponde
cada vez menos a la realidad, porque la masificación escolar (el
alargamiento de los estudios y la influencia de los diplomas sobre las
carreras profesionales) ha incrementado considerablemente la competencia
escolar entre los grupos y las familias. Ellas buscan, en primer lugar y
cuando pueden, la formación más eficaz y, en cierta medida, la más
desigual. Es por esta razón que la unidad y la calidad de la escuela
obligatoria son imperativos de la igualdad. Pero debemos reconocer que
está lejos de ser la regla y que los grupos que se benefician de las
desigualdades escolares no lo apoyan.
En este escenario, ¿como
puede el nuevo individuo -singular, cada vez más potenciado- convivir
con la idea y las demandas de la solidaridad y la fraternidad?
No
creo que el individualismo sea el enemigo, ni que los individuos sean
siempre egoístas. El mundo de antes no era siempre benevolente y
agradable. Además, defendemos nuestras singularidades individuales
mientras denunciamos el individualismo egoísta de los otros. El mayor
problema me parece más bien que es del orden de las representaciones
capaces de dar fundamento a la solidaridad. Hace un largo tiempo, sobre
todo en Europa, esta representación descansaba sobre tres pilares : la
división del trabajo "funcional" y las clases sociales; las
instituciones de integración como la Iglesia y la escuela, y el
imaginario de la sociedad como una comunidad nacional compuesta de
semejantes. Por razones vinculadas con los cambios del capitalismo y las
transformaciones culturales, esos tres pilares de la solidaridad se
desintegraron y renunciamos a querer una cierta igualdad social porque
ya no consideramos a los otros lo suficientemente semejantes a nosotros
para querer su igualdad social, aceptando algunos "sacrificios", como
los impuestos o la asistencia a la misma escuela.
Su argumento
se aplica a la mayoría de los países europeos, en los que el "modelo de
integración" se debilita. ¿Cómo se comportan las desigualdades en
sociedades menos integradas?
Podemos dar vuelta la pregunta.
Si las sociedades industriales europeas han sido relativamente
igualitarias, como los Estados Unidos durante un cierto período, es
porque esas sociedades se han percibido como particularmente homogéneas y
solidarias a través de sus instituciones y los movimientos sociales.
Por el contrario, cuando las sociedades son menos integradas, menos
"desarrolladas" y más fuertemente escindidas entre los sectores modernos
y los sectores tradicionales, porque su historia se mantiene marcada
por la conquista colonial y las divisiones étnicas y raciales, la
voluntad de igualdad social es claramente más débil y la distancia entre
los diversos grupos sociales se mantiene profunda, a pesar de la fuerza
de los imaginarios nacionalistas y "revolucionarios".
¿En qué
medida hoy predomina un discurso moral para hablar sobre los pobres o
incluso sobre países que atraviesan problemas económicos, como Grecia?
En
Europa y en América del Norte, las encuestas muestran que las personas
explican cada vez con mayor frecuencia la desocupación y la pobreza por
las conductas de los desempleados y los pobres. De ahí la idea de que
ellos merecerían menos nuestra solidaridad, dado que son responsables de
su suerte. Esta opinión es consecuencia de la creencia en nuestra
libertad común y nuestra igualdad fundamental: más afirmamos que somos
libres e iguales, más nos volvemos responsables de nosotros mismos y,
bajo el reino formal de la igualdad de oportunidades, el éxito de unos
supone que los otros son responsables de sus fracasos. Si estas personas
son además de origen extranjero o de un color diferente, es fácil
pensar que no les debemos nada. La libertad y la igualdad no siempre son
favorables a la fraternidad.
Usted escribe que "las
instituciones no pueden limitar su rol al de proveer servicios más o
menos eficaces". En una sociedad diversa y plural, ¿cómo pueden las
políticas públicas, o el Estado, promover un sentido de comunidad?
Por
supuesto que las políticas sociales deben ser eficaces. Pero también es
importante que asuman una dimensión simbólica y pongan en evidencia los
mecanismos de la solidaridad. Por ejemplo, es indispensable saber quién
"paga" y quién "gana" en las políticas de salud o educación.
Generalmente, esas políticas son más favorables a las clases medias y a
los ricos que a los más pobres, contrariamente a lo que dicen sus
responsables políticos. Es necesario también que las políticas sociales
dejen claros los principios de justicia sobre los que se apoyan: la
igualdad, el mérito, las necesidades. Sin eso, corremos el riesgo de ver
declinar la legitimidad de las políticas sociales, como ya sucede en
los países más ricos y más liberales, por ejemplo Estados Unidos y Gran
Bretaña.
¿En qué medida los movimientos populistas de derecha fueron una inspiración para su libro?
Hoy
en Europa los fundamentos de la solidaridad y de la fraternidad se
debilitan en todas partes y la extrema derecha se nutre de este
sentimiento agudo de crisis. He escrito este libro para que las fuerzas
de la izquierda y progresistas no abandonen la cuestión de la
solidaridad a la extrema derecha populista que propone soluciones
irreales, peligrosas y moralmente inaceptables. ¿Qué dicen estos
populistas? Dicen que recuperaremos una cierta solidaridad replegándonos
sobre las economías nacionales (algo irreal y falso), instalando
regímenes políticos fuertes y "virtuosos" (lo que es peligroso),
excluyendo a los extranjeros y las minorías culturales (lo que es
moralmente inaceptable, irreal y peligroso). Pero contra esas ideas no
es suficiente oponer buenos sentimientos y la sola confianza en el
crecimiento económico. Hace falta también que las izquierdas se planteen
directamente el problema de la solidaridad y del imaginario de la
fraternidad, los problemas morales que no pueden abandonar a los
populismos.
¿Qué tan optimista es sobre el futuro?
Personalmente,
no soy muy optimista, pero como sociólogo no ignoro que las sociedades
tienen más recursos de los que solemos creer y que lo peor no
necesariamente ocurre. En todo caso, las ciencias sociales deben hacer
su trabajo y colaborar a la reflexión y los debates evitando las
respuestas y las ilusiones antiguas, señalando a cada uno sus
responsabilidades. No somos sólo víctimas de desigualdades sociales,
somos también un poco sus autores.
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