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A la hora de evaluar las políticas, esta convicción debe ser considerada. Así pues, ¿cómo se juzga la efectividad de una política estatal cuando el supuesto de base es que la sociedad se mueve por la suma de las acciones o impulsos individuales y que lo colectivo es meramente un fenómeno de agregación? Si se toma como ejemplo una política de incentivos a los directivos y docentes: ¿cómo se evalúa una política concebida sobre la base que los actores se mueven por intereses individuales y no colectivos? La respuesta es simple: esta política supone que es posible que una señal (el incentivo) les convenza o sugiera que aquello que es conveniente para sus propios objetivos también lo es para el país. Evaluarlas puede no ser técnicamente inviable, pero sí cabe la duda sobre el supuesto que las funda: ¿se puede atribuir un efecto sistémico a una iniciativa estatal que basa su hipótesis de efectividad en que los individuos actúan en beneficio propio o, si se prefiere decir más suavemente, persiguiendo la realización de sus fines?, ¿cómo es que las políticas pueden compartir o empalmar con significados de las personas, sobre todo ahora que la experiencia individual parece cada vez más restringida a un ámbito estrecho e inmediato, como escribió Lechner (2002)?
La dimensión subjetiva y simbólica de la política parece estar en la base del efecto anterior. Las personas se mueven por intereses individuales y significados compartidos (lo que supone vínculos con el otro) y, no pocas veces, actúan más por significados que por intereses. Esta premisa puede ser útil para comprender por qué en un gobierno de derecha en un país donde el dinamismo económico se funda en la acción y modo de producción empresarial, el crecimiento y el empleo tiende a subir: aquellos actores que lo generan no solo ven una concurrencia de intereses con los del gobierno; también ven una conjunción de significados con dicha administración. A la inversa, cuando la administración tiene un sello ideológico distinto, serán los trabajadores los que demandarán mejoras más rápidamente puesto que presumirán que la convergencia de significados generará las condiciones y apertura para que sus demandas y sus intereses sean atendidos.
Asumiendo lo dicho, la evaluación de las políticas debiera incorporar la dimensión simbólica en la estimación de sus resultados e impacto puesto que, desde el punto de vista de los intereses y significados, habrá políticas que sintonicen con intereses pero no con significados (o a la inversa). Ejemplos de ello: hay políticas que implican el riesgo de erosionar la idea de comunidad escolar, como los incentivos individuales por desempeño de los estudiantes en pruebas estandarizadas; hay políticas que importan un riesgo de corrosión de la educación pública, cuando alientan la competencia entre establecimientos basadas en recursos como la selección de alumnos y financiamiento compartido. Estas políticas están animadas por objetivos que la gente puede compartir porque a todos les interesa que haya mejores salarios, pago y reconocimiento diferenciado al esfuerzo, más y mejores aprendizajes en los estudiantes, etc., pero a la vez provocan malestar porque no recogen la necesidad de equilibrio entre bienestar individual y social. Las personas también esperan que la acción estatal genere efectos colectivos virtuosos, lo que significa simplemente que la sociedad sea mejor.
La dimensión subjetiva y simbólica de la política parece estar en la base del efecto anterior. Las personas se mueven por intereses individuales y significados compartidos (lo que supone vínculos con el otro) y, no pocas veces, actúan más por significados que por intereses. Esta premisa puede ser útil para comprender por qué en un gobierno de derecha en un país donde el dinamismo económico se funda en la acción y modo de producción empresarial, el crecimiento y el empleo tiende a subir: aquellos actores que lo generan no solo ven una concurrencia de intereses con los del gobierno; también ven una conjunción de significados con dicha administración. A la inversa, cuando la administración tiene un sello ideológico distinto, serán los trabajadores los que demandarán mejoras más rápidamente puesto que presumirán que la convergencia de significados generará las condiciones y apertura para que sus demandas y sus intereses sean atendidos.
Asumiendo lo dicho, la evaluación de las políticas debiera incorporar la dimensión simbólica en la estimación de sus resultados e impacto puesto que, desde el punto de vista de los intereses y significados, habrá políticas que sintonicen con intereses pero no con significados (o a la inversa). Ejemplos de ello: hay políticas que implican el riesgo de erosionar la idea de comunidad escolar, como los incentivos individuales por desempeño de los estudiantes en pruebas estandarizadas; hay políticas que importan un riesgo de corrosión de la educación pública, cuando alientan la competencia entre establecimientos basadas en recursos como la selección de alumnos y financiamiento compartido. Estas políticas están animadas por objetivos que la gente puede compartir porque a todos les interesa que haya mejores salarios, pago y reconocimiento diferenciado al esfuerzo, más y mejores aprendizajes en los estudiantes, etc., pero a la vez provocan malestar porque no recogen la necesidad de equilibrio entre bienestar individual y social. Las personas también esperan que la acción estatal genere efectos colectivos virtuosos, lo que significa simplemente que la sociedad sea mejor.
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