miércoles, 18 de julio de 2012

Racionalidad y lenguaje del debate en educación

Dos columnas de "El Mostrador" abordan de manera gráfica la cuestión del lenguaje y racionalidad subyacente en la discusión de políticas. Una analiza el silencio del MINEDUC sobre el lucro y otra el debate sobre el salario mínimo. Si bien son temas diferentes, el argumento de fondo es compartido: hay una persistencia de imponer cierta comprensión "técnica" que sería la "correcta y razonable" en estos temas. A renglón seguido, se tiende a menospreciar aquellos argumentos que remiten a nociones de justicia, igualdad, ética, equidad y otras análogas que configuran una idea de sociedad que se vislumbra distinta de la actual. Cuando la conversación es llevada a este carril se la tilda de "ideológica" y "sesgada", como si la presunta lectura técnica fuera aséptica y desinteresada.

Lo que hay de fondo en ambos escritos es conocido: se trata de resolver qué es finalmente lo que se quiere cambiar. Un cambio marcado por la racionalidad técnica lleva a "cuidar" o "perfeccionar" lo actual dentro  de su concepción de realidad; un cambio de la misma equivale a interrogar al "modelo" y que plantee la discusión sobre si se puede y debe seguir manteniendo sus parámetros, es un cambio de los límites de la realidad y de la sociedad.

Transcribo (en cursiva mías) algunos fragmentos de estas columnas. La primera se titula "Harald Beyer y el otro autoritarismo" (de Francisco Figueroa y Carlos Ruiz) y afirma:

El problema, para las intenciones “técnicas” del ministro, es que estamos en democracia. Muy perfectible, claro, pero ajena a las condiciones que el régimen anterior proveía para el desarrollo de las tareas de los “técnicos”. Esa coercitiva “tranquilidad”.

Es que no basta que Beyer y el propio Presidente repitan que a fines de los ’80 votaron por el NO, ni es suficiente que ahora marche por los derechos sexuales. En su conducta tecnócrata hay otro autoritarismo, otra contradicción con la deliberación y participación de las mayorías. Una que no corre de la mano de los excesos más horribles, pero que se conflictúa con la esencia misma de la construcción colectiva del futuro: la incoherencia que para ello representa librar tal destino a técnicos cuyas decisiones son, en apariencia, ajenas a la política (léase descontaminadas).
Estas tecnocracias —por igual en éste y anteriores gobiernos— naturalizan las opciones políticas adoptadas, presentándolas como únicas posibles en virtud de la razón técnica. Oponérseles, entonces, es oponerse al bien común. Discutir el modelo económico es oponerse al desarrollo. Discutir el modelo político es oponerse a la democracia. Aparece así este patrón de crecimiento como el único modelo de desarrollo posible; y este régimen político como LA democracia. La endogámica política que dibujó la transición, a la que se acomodó una elite concertacionista que hoy “descubre” los malestares, no deja revisar el modelo político ni económico, ¡en nombre de la democracia y el desarrollo!

Con su fría estampa “apolítica”, su arrogante tono de saber incontestable —una brujería superior, al decir de Gramsci—, su imperturbable elusión del debate sustantivo, el discurso tecnocrático naturaliza opciones políticas y económicas, invisibiliza los intereses sociales que están tras ellas, y sustrae tales decisiones de la política abierta. La reduce a una suerte de gestión para entendidos, y con ello “desciudadaniza”, produce un ciudadano espectador, contemplativo de un saber pretendidamente superior y excluyente.

Esta insalvable distancia entre democracia y tecnocracia, entrampada en nuestro país por más de veinte años a favor de la segunda, indica más bien que ésta última es —en tanto anulación de la posibilidad de que sean los individuos los que construyan su historia— una prolongación del autoritarismo, que frena la construcción de la democracia. No es, pues, con más tecnocracia como podremos mejorar nuestros asuntos, ahora la educación superior, mañana la salud y hasta nuestros mismos modos de vida.


La segunda columna se titula "El salario mínimo y la definición de realidad" (de Nora Sieverding y mauro Basaure) y, como el anterior, cuestiona fuertemente la pretensión de monopolizar con la razón técnica las decisiones que finalmente tienen implicancias más allá de sus bordes. Cito:



Para ayudar a los más pobres no hay que buscar un sueldo mínimo justo sino únicamente uno correcto o conveniente.
 
De hecho nadie niega que el sueldo mínimo correcto sea un sueldo paupérrimo, o incluso injusto. De ahí que al mismo tiempo se abogue por políticas sociales de bonos, asistencias a las familias, y otras ayudas del Estado a los más pobres. De este modo, cambiar la política del reconocimiento de derechos sociales individuales basada en el principio de justicia —como es el de un salario mínimo justo— por una política del amor piadoso operada con la asistencia social y la ayuda focalizada, tampoco aparece como una cuestión ideológica, sino como una exigencia que impone una mirada responsable, no populista y desideologizada sobre el juego de variables económicas que tejen la trama de la realidad.

Este modo plantear las cosas implica la necesidad de recurrir a la ciencia económica, a los expertos en el comportamiento de dichas variables. Sólo éstos pueden establecer el límite, más allá del cual se genera el efecto perverso del desempleo. Sólo ella puede limitar el interés por la justicia oponiéndole la fría realidad de cómo interactúan tales variables: Todos quisieran un sueldo mínimo justo, pero lo único responsable es aspirar al sueldo mínimo técnicamente correcto.

La política que plantea así las cosas se transforma en la representante de la técnica económica. Es política, sin duda, hecha por políticos profesionales, pero su acción política se orienta, de una parte, a defender la voz experta y, por otra, a eliminar discusiones políticas en materias que debiesen ser discutidas de modo estrictamente técnico, so pena de ser irresponsable. Se trata de una política de la no política; de una política cuya ética resulta del apego estricto a la técnica económica neoliberal. Es, en todo caso, una política del modelo económico. Max Weber opuso la ética responsabilidad a la ética de la convicción, valorando la primera contra la segunda: la ética de la responsabilidad exige conformarse, nos guste o no, con el sueldo mínimo correcto. La ética de la convicción ―irresponsable, por muy bien intencionada que sea― exige un sueldo mínimo justo (léase aquí, por sobre el límite de lo correcto). La transición chilena a la democracia y la así llamada renovación socialista se estructuraron bajo esta dicotomía weberiana; ello para excluir las exigencias de justicia y democracia del pueblo que se había movilizado contra la dictadura. Nuevamente, no se trata de diferencias de intereses, sino sólo de dónde ubicar los límites. La consigna fue y es “en la medida de lo posible”. Si antaño debía respetarse la fragilidad de la democracia, hoy debe respetarse la fragilidad de la economía. En ambos casos hay expertos que saben bien sobre tales fragilidades.

Ahí donde habla la técnica, no puede haber discusión pues es irracional discutir sobre las verdades tecno-científicas que hablan sobre los límites posibles de la realidad. Desde Hannah Arendt hasta Jürgen Habermas y Luc Boltanski esto se ha identificado como una de las patologías del mundo moderno: ahí donde los ciudadanos debían discutir sobre las reglas que querían darse a sí mismos para configurar su realidad, ahí la ciencia y la técnica les impone una noción de realidad externa, fetichizada, a la que sólo cabe conformarse, tratar de capear cuando se torna agresiva. Los designios de esta realidad sólo pueden ser descifrados por expertos, cuando pueden. El lenguaje de políticos y expertos para hablar de la crisis económica es, de hecho, muy similar al que se usa frente a catástrofes naturales.

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