Dos columnas de "El Mostrador" abordan de manera gráfica la cuestión del lenguaje y racionalidad subyacente en la discusión de políticas. Una analiza el silencio del MINEDUC sobre el lucro y otra el debate sobre el salario mínimo. Si bien son temas diferentes, el argumento de fondo es compartido: hay una persistencia de imponer cierta comprensión "técnica" que sería la "correcta y razonable" en estos temas. A renglón seguido, se tiende a menospreciar aquellos argumentos que remiten a nociones de justicia, igualdad, ética, equidad y otras análogas que configuran una idea de sociedad que se vislumbra distinta de la actual. Cuando la conversación es llevada a este carril se la tilda de "ideológica" y "sesgada", como si la presunta lectura técnica fuera aséptica y desinteresada.
Lo que hay de fondo en ambos escritos es conocido: se trata de resolver qué es finalmente lo que se quiere cambiar. Un cambio marcado por la racionalidad técnica lleva a "cuidar" o "perfeccionar" lo actual dentro de su concepción de realidad; un cambio de la misma equivale a interrogar al "modelo" y que plantee la discusión sobre si se puede y debe seguir manteniendo sus parámetros, es un cambio de los límites de la realidad y de la sociedad.
Transcribo (en cursiva mías) algunos fragmentos de estas columnas. La primera se titula "Harald Beyer y el otro autoritarismo" (de Francisco Figueroa y Carlos Ruiz) y afirma:
El problema, para las intenciones “técnicas” del ministro, es que
estamos en democracia. Muy perfectible, claro, pero ajena a las
condiciones que el régimen anterior proveía para el desarrollo de las
tareas de los “técnicos”. Esa coercitiva “tranquilidad”.
Es que no basta que Beyer y el propio Presidente repitan que a fines
de los ’80 votaron por el NO, ni es suficiente que ahora marche por los
derechos sexuales. En su conducta tecnócrata hay otro autoritarismo,
otra contradicción con la deliberación y participación de las mayorías.
Una que no corre de la mano de los excesos más horribles, pero que se
conflictúa con la esencia misma de la construcción colectiva del futuro:
la incoherencia que para ello representa librar tal destino a técnicos
cuyas decisiones son, en apariencia, ajenas a la política (léase
descontaminadas).
Estas tecnocracias —por igual en éste y anteriores gobiernos—
naturalizan las opciones políticas adoptadas, presentándolas como únicas
posibles en virtud de la razón técnica. Oponérseles, entonces, es
oponerse al bien común. Discutir el modelo económico es oponerse al
desarrollo. Discutir el modelo político es oponerse a la democracia.
Aparece así este patrón de crecimiento como el único modelo de
desarrollo posible; y este régimen político como LA democracia. La
endogámica política que dibujó la transición, a la que se acomodó una
elite concertacionista que hoy “descubre” los malestares, no deja
revisar el modelo político ni económico, ¡en nombre de la democracia y
el desarrollo!
Con su fría estampa “apolítica”, su arrogante tono de saber
incontestable —una brujería superior, al decir de Gramsci—, su
imperturbable elusión del debate sustantivo, el discurso tecnocrático
naturaliza opciones políticas y económicas, invisibiliza los intereses
sociales que están tras ellas, y sustrae tales decisiones de la política
abierta. La reduce a una suerte de gestión para entendidos, y con ello
“desciudadaniza”, produce un ciudadano espectador, contemplativo de un
saber pretendidamente superior y excluyente.
Esta insalvable distancia entre democracia y tecnocracia, entrampada
en nuestro país por más de veinte años a favor de la segunda, indica más
bien que ésta última es —en tanto anulación de la posibilidad de que
sean los individuos los que construyan su historia— una prolongación del
autoritarismo, que frena la construcción de la democracia. No es, pues,
con más tecnocracia como podremos mejorar nuestros asuntos, ahora la
educación superior, mañana la salud y hasta nuestros mismos modos de
vida.
La segunda columna se titula "El salario mínimo y la definición de realidad" (de Nora Sieverding y mauro Basaure) y, como el anterior, cuestiona fuertemente la pretensión de monopolizar con la razón técnica las decisiones que finalmente tienen implicancias más allá de sus bordes. Cito:
Para ayudar a los más pobres no hay que buscar un sueldo mínimo justo sino únicamente uno correcto o conveniente.
De hecho nadie niega que el sueldo mínimo correcto sea un sueldo
paupérrimo, o incluso injusto. De ahí que al mismo tiempo se abogue por
políticas sociales de bonos, asistencias a las familias, y otras ayudas
del Estado a los más pobres. De este modo, cambiar la política del
reconocimiento de derechos sociales individuales basada en el principio
de justicia —como es el de un salario mínimo justo— por una política del
amor piadoso operada con la asistencia social y la ayuda focalizada,
tampoco aparece como una cuestión ideológica, sino como una exigencia
que impone una mirada responsable, no populista y desideologizada sobre
el juego de variables económicas que tejen la trama de la realidad.
Este modo plantear las cosas implica la necesidad de recurrir a la
ciencia económica, a los expertos en el comportamiento de dichas
variables. Sólo éstos pueden establecer el límite, más allá del cual se
genera el efecto perverso del desempleo. Sólo ella puede limitar el
interés por la justicia oponiéndole la fría realidad de cómo interactúan
tales variables: Todos quisieran un sueldo mínimo justo, pero lo único
responsable es aspirar al sueldo mínimo técnicamente correcto.
La política que plantea así las cosas se transforma en la
representante de la técnica económica. Es política, sin duda, hecha por
políticos profesionales, pero su acción política se orienta, de una
parte, a defender la voz experta y, por otra, a eliminar discusiones
políticas en materias que debiesen ser discutidas de modo estrictamente
técnico, so pena de ser irresponsable. Se trata de una política de la no
política; de una política cuya ética resulta del apego estricto a la
técnica económica neoliberal. Es, en todo caso, una política del modelo
económico. Max Weber opuso la ética responsabilidad a la ética de la
convicción, valorando la primera contra la segunda: la ética de la
responsabilidad exige conformarse, nos guste o no, con el sueldo mínimo
correcto. La ética de la convicción ―irresponsable, por muy bien
intencionada que sea― exige un sueldo mínimo justo (léase aquí, por
sobre el límite de lo correcto). La transición chilena a la democracia y
la así llamada renovación socialista se estructuraron bajo esta
dicotomía weberiana; ello para excluir las exigencias de justicia y
democracia del pueblo que se había movilizado contra la dictadura.
Nuevamente, no se trata de diferencias de intereses, sino sólo de dónde
ubicar los límites. La consigna fue y es “en la medida de lo posible”.
Si antaño debía respetarse la fragilidad de la democracia, hoy debe
respetarse la fragilidad de la economía. En ambos casos hay expertos que
saben bien sobre tales fragilidades.
Ahí donde habla la técnica, no puede haber discusión pues es
irracional discutir sobre las verdades tecno-científicas que hablan
sobre los límites posibles de la realidad. Desde Hannah Arendt hasta
Jürgen Habermas y Luc Boltanski esto se ha identificado como una de las
patologías del mundo moderno: ahí donde los ciudadanos debían discutir
sobre las reglas que querían darse a sí mismos para configurar su
realidad, ahí la ciencia y la técnica les impone una noción de realidad
externa, fetichizada, a la que sólo cabe conformarse, tratar de capear
cuando se torna agresiva. Los designios de esta realidad sólo pueden ser
descifrados por expertos, cuando pueden. El lenguaje de políticos y
expertos para hablar de la crisis económica es, de hecho, muy similar al
que se usa frente a catástrofes naturales.
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