viernes, 6 de junio de 2014

Alto al SIMCE: por qué sí, por qué no

En otras columnas he argumentado que el problema del SIMCE no es el SIMCE, sino sus usos y abusos actuales y, en particular, la divulgación acrítica de sus resultados a través de la prensa. La función del SIMCE se ha ampliado según pasan los años y lo deseable es volver a sus propósitos originales, a saber, generar información para la toma de decisiones de política educativa. Los impulsores de la Campaña "Alto al SIMCE" piensan distinto y proponen terminar con las evaluaciones estandarizadas y asocian lo anterior a la racionalidad de mercado en educación. 

Sobre esto último, la pregunta central es qué es el mercado en educación y si dentro de éste, la información generada por el SIMCE resulta indispensable. Paradojalmente, el SIMCE -un dispositivo estatal- puede ser visto como un mecanismo de corrección del mercado en tanto la disponibilidad de la información que provee permite reducir las asimetrías de información que existen entre las familias. El SIMCE -incluso en su formato actual- entrega información sobre una dimensión de la calidad (algunos de los resultados de aprendizaje de los estudiantes en algunas asignaturas y en algunos de los contenidos que éstas incluyen). El mercado -un principio de distribución de las oportunidades y recursos educativos, según Fernando Atria- opera esencialmente basado en las ventajas de uno respecto del otro en un escenario donde lo que ambos buscan es escaso. Saber buscar -saber elegir- es una de las claves de sobrevivencia en el mercado y allí el SIMCE puede ayudar. Pero a la luz de la evidencia empírica, hay que reconocer que resulta ingenuo pensar que la información proporcionada por el SIMCE puede mejorar significativamente las elecciones educativas del lado de la demanda y cualificar la prestación de los servicios educativos, del lado de la demanda. Por eso es que hay cierto fundamento en el reclamo de la Campaña "Alto al SIMCE".

Sin embargo, decir "Alto al SIMCE" no significa decir "no a toda evaluación en el sistema escolar". La evaluación es consustancial a la pedagogía y la educación, como también resulta indispensable contar con dispositivos de evaluación para el diseño e implementación de políticas educativas, especialmente aquellas que buscan construir un sistema escolar y una sociedad más justa e inclusiva.

Relacionada con esta discusión, transcribo ahora una columna de Ernesto Treviño (UDP) que reacciona a otra columna publicada en "El mostrador". La columna de Treviño se titula "Confusión entre evaluación, SIMCE y mercado":


"En días pasados, el colega Gonzalo Oyarzún y el diputado Gabriel Boric publicaron una columna en El Mostrador relativa a la relación del SIMCE con el mercado en educación. El objetivo de esta columna es realizar algunas precisiones que buscan desentrañar adecuadamente los problemas que ambos columnistas destacan.

En primer lugar, es necesario reconocer que el SIMCE tiene el pecado original de haber nacido asociado al sistema de mercado en educación. Sin embargo, se requiere un poco de historia. Si bien en 1983 se estableció el Programa de Evaluación de Rendimiento Escolar (PER) casi paralelamente a la introducción del sistema de vouchers universales, los resultados de las escuelas nunca se hicieron públicos. El SIMCE se crea en 1988, pero los resultados por escuela se publicaron por primera vez en 1995. Antes de 1995 el SIMCE se usaba exclusivamente para la formulación de políticas, en especial en apoyo a los establecimientos más vulnerables. Con la publicación de los datos por escuela se empieza a imponer una lógica de SIMCE como sinónimo de calidad.

En segundo lugar, el SIMCE sí es un indicador de calidad, pero no es sinónimo de calidad. El problema es que en política pública se ha confundido el indicador de con la calidad misma, y en la opinión pública se confunde el resultado del SIMCE con las causas de ese resultado. Esto es producto del uso que se le da al SIMCE, tanto en la propaganda que se hace de él como principal fuente de información para elegir escuela como en términos de política educativa cuando, por ejemplo, se ordena a las escuelas y se amenaza con cerrarlas. El SIMCE es un indicador del logro de aprendizajes de los estudiantes y las escuelas, y nos muestra qué tan cerca o lejos están las escuelas y el sistema de lograr estos objetivos. Sin embargo, las escuelas con más alto SIMCE no necesariamente ofrecen educación de mayor calidad. Las causas de los altos resultados SIMCE son, al menos en un 50%, producto del origen social de los estudiantes y del nivel socioeconómico promedio de los alumnos dentro de las escuelas.
En tercer lugar, el problema no es el SIMCE en sí mismo, sino las consecuencias que este tiene tanto en política pública como en la elección de colegios. Al asignarle a los resultados SIMCE consecuencias –además de confundir el indicador con la calidad– se generan incentivos perversos para el sistema escolar. Por un lado, las escuelas tienen incentivos para seleccionar estudiantes que sean más fáciles o baratos de educar, de manera de asegurarse un cierto resultado en esta prueba. Por otro lado, orilla a los actores escolares a actuar estratégicamente para mejorar sus resultados de corto plazo en la prueba, más que preocuparse de fortalecer sus capacidades en el mediano plazo para mejorar la enseñanza (en todos los ámbitos, incluido el socioemocional) y que esa sea la fuente de mejora en el indicador de aprendizaje.

En cuarto lugar, el SIMCE es sin duda el sistema de evaluación más sofisticado técnicamente hablando en América Latina, y está a la par de otros sistemas en el primer mundo. El SIMCE sigue las metodologías de diseño y evaluación más avanzadas disponibles hoy, y tiene las limitaciones propias de este tipo de evaluaciones. Todo tipo de evaluación tiene limitaciones, y a veces los seres humanos las dejamos a un lado al momento de tomar decisiones.

En quinto lugar, el SIMCE no debe desaparecer, deben eliminarse sus consecuencias y debe revisarse su lógica de aplicación. Las evaluaciones a gran escala han permitido avanzar en nuestra comprensión de las desigualdades. Antes del año 1995 en Chile (y 2000 en América Latina), se suponía que había equidad en educación solamente al asegurarse que todos los niños asistieran a la escuela. Hoy sabemos, gracias a las evaluaciones estandarizadas, que la asistencia a la escuela es insuficiente para asegurar equidad. Por lo tanto, sería un despropósito hacer desaparecer el SIMCE. Sin embargo, es factible eliminar sus consecuencias sobre las escuelas para evitar los incentivos perversos. También es necesario revisar su lógica de aplicación, particularmente se requiere limitar el número de pruebas al año para que los establecimientos no pasen un mes o más “intervenidos” por el SIMCE, o bien, hacer algunas pruebas muestrales.

En suma, la evaluación en educación es necesaria para aprender y mejorar, por lo que no debe eliminarse el SIMCE. Sin embargo, es necesario eliminar las consecuencias del SIMCE, pues, salvo en los países asiáticos de tradición confuciana, no hay evidencia en el mundo que muestre que un sistema de accountability con consecuencias haya llevado a un país occidental a mejorar sustancialmente su educación."






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