lunes, 10 de septiembre de 2012

Educación pública y medidas tributarias

Una crítica recurrente a quienes defienden la educación pública, es su afán nostálgico o de añoranza del Estado docente, entendiendo por éste aquel interesado en una educación uniforme, sin espacio para la diversidad, inhibidora de la libertad individual de los niños y sus familias, en búsqueda de la igualdad colectiva abstracta. En Chile, esta manera caricaturesca de plantear las cosas se ha hecho presente durante la reciente discusión de la reforma tributaria, uno de cuyos capítulos incluía un descuento a los impuestos de quienes matricularan a sus hijos en establecimientos privados subvencionados (lo que, en definitiva, fue ampliado también a las familias de los matriculados en el  sector estatal). A manera de ejemplo, un columnista de La Tercera, dijo: "La sola posibilidad que el Estado amplíe el rango de opciones de los padres, para que más personas puedan optar por el tipo de colegio que quieren para sus hijos, provoca una oposición radical en los que ven allí una amenaza a la educación estatal.  Lo más importante no son los niños, no es la calidad de la educación que puedan recibir, no es la libertad de los padres de educarlos de acuerdo con sus propias convicciones; lo verdaderamente importante para ellos es tener un sistema estatal de colegios que entregue una educación uniforme, para el mayor número de personas".  

A este respecto, sin perjuicio que algunos en efecto hayan sido movidos por su defensa de la educación estatal por la sola condición de ser estatal, la cuestión de fondo es harto más compleja. Por un lado, se trata de discutir si es legítimo que un gobierno promueva medidas que representan o favorezcan su ideario educativo; por otro, si la situación de la educación estatal es el resultado de procesos espontáneos o más bien el fruto de una larga cadena de decisiones conscientes; si las medidas como ésta son meras medidas tributarias o si, por el contrario, sus efectos exceden el plano tributario; y, por último, si efectivamente la educación pública es como la caricatura, esto es, aplastantemente uniforme, de estatuto protegido y con aversión de la diversidad y libertades individuales de niños y familias.

Respecto del primer punto, parece lógico que un grupo que accede al poder por medios democráticos, ejerza su derecho a implementar su agenda programática, toda vez que seguramente una de las razones fuertes para ser elegido por la ciudadanía, haya sido su portafolio de ideas y propuestas. Sin embargo, no es tan obvio que la educación pública sea uno de los sectores donde se puede ejercer esta opción, puesto que en la educación pública se juega algo más que el proyecto socio-político de un sector que transitoriamente gobierna. Así lo han entendido otros países, donde la política educacional es fruto de la deliberación democrática y su implementación es encargada a una entidad supra-gubernamental que intenta dar cuenta de la pluralidad de intereses sociales y concepciones educativas que cobija esa sociedad. En el caso de Chile, es del todo claro que hay visiones encontradas sobre los significados de la educación y su lugar en la sociedad, por lo que el ejercicio democrático básico es proponer medidas que generen consenso o que, a lo menos, sean debatidas ampliamente en la sociedad.

Lo anterior ha escaseado en Chile. En la década de 1980, la dictadura impuso su concepción y modelo de financiamiento y gestión del sistema educacional. En las décadas posteriores, los gobiernos de la Concertación se propusieron atenuar los efectos de la matriz mercantilista del sistema educacional, lamentablemente con poco éxito. Hubo intentos de generar consensos en 1994 y luego en 2006, pero resulta evidente que fueron poco fructíferos. Mientras tanto, implementó medidas de relativo consenso, inspiradas en su propio proyecto educativo y de sociedad. Es decir, tampoco buscó de forma constante y decidida la convergencia en torno de una idea fuerte u horizonte normativo de consenso en educación.

En el intertanto, la educación pública siguió su trayectoria de deterioro, debido a condicionantes estructurales (el diseño de la década de 1980) y debilidades de gestión.Ningún gobierno de las últimas tres décadas puede decir que se propuso recuperar la educación pública y, antes bien, la consideraron como un mero proveedor de servicios de enseñanza. Por consiguiente, el estado actual de la educación municipal (la educación pública) es una miope construcción política, un resultado de la implementación de medidas regulatorias y administrativas que no analizaron a cabalidad sus efectos deseados y no deseados sobre la educación pública.

El deterioro de la educación municipal, la educación gratuita, diversa y no excluyente, laica y de propiedad estatal, es hoy observado por todos con alarma; es igualmente advertido por las familias que ante la disyuntiva de decidir qué oportunidades educativas allegan a sus hijos, prefieren al mejor establecimiento privado subvencionado a su alcance (incluso si no es gratuito); no porque sea privado, sino porque es la mejor opción de calidad a la mano. Si este estado de las cosas se reconoce como un resultado intencionado que -no obstante- se puede revertir, no queda sino comprender que algunos se opongan radicalmente ante la posibilidad de nuevas medidas que empequeñecen lo que queda de la educación pública.

Una medida de descuento tributario de los gastos en educación es algo más que una medida tributaria. Es una traducción del modo en que es comprendida la relación entre la sociedad, la escuela y la familia. Es una medida que, sumada a otras como el copago, la selección de alumnos y el retiro de utilidades privadas que se obtienen con recursos de origen estatal, puede alterar la naturaleza de la educación pública... ¿Qué pasó en Chile en tres décadas para que hoy se acepte como "natural" que el Estado no tenga establecimientos de su propiedad y qué hace que en otros países no? Pasó que la educación dejó de ser comprendida con un bien público y un hecho político; pasó que, en cambio, comenzó a ser significada como una inversión privada cuya rentabilidad depende de dónde se invierta, en definitiva, como un simple hecho económico.

Al final, la cuestión de la homogeneidad de la educación pública ¿Es que la educación pública no tiene matices, no acoge las diferencias de orientación y proyecto educativo y, en definitiva, inhibe la opción familiar de elegir libremente qué educación se provee a los hijos? En realidad, nada de esto es cierto. El asunto puede ser discutido de múltiples formas, pero en lo esencial cabe afirmar que:
  1. La presunta homogeneidad es el resultado de la deliberación democrática que concluye en la definición de un marco regulatorio común y un curriculum nacional que sintetiza las convicciones e intenciones educativas nacional y al que todos (incluidos los establecimientos privados) deben adherir para impartir una enseñanza reconocida legalmente por el Estado. Por tanto, cuando se afirma que las escuelas estatales son todas iguales, se omite lo anterior. Oponerse a esa base de igualdad equivale a oponerse a la sociedad democrática.
  2. Se puede afirmar que el problema de la educación pública no es la falta de diversidad, sino su capacidad para contener la enorme pluralidad de intereses y necesidades educativas, lo que obstaculiza la definición y formulación de una propuesta educativa singular. El desafío de la identidad de la educación pública no es la total igualdad; es llegar a una forma pedagógicamente operativa de aquello que nos hace iguales en algo, esto es, en lo que tenemos de común y que valoramos como sociedad.

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