La educación inclusiva se ha convertido en una suerte de referente políticamente correcto de los sistemas escolares. Es algo que se debe buscar y que las políticas deberían promover. Sin embargo, se sabe poco sobre cómo se consigue una educación inclusiva y es más borroso aun si la pregunta es por un sistema educacional y/o escolar inclusivo, una escuela inclusiva, un aula inclusiva o una enseñanza inclusiva.
En mi opinión, esta elusividad de la inclusión obedece al carácter escasamente operativo del concepto. La inclusión es un concepto que tiene un claro alcance político y que alude a una doble demanda. Por un lado, el reconocimiento, aceptación y valoración de las diferencias entre las personas que forman parte de un mismo grupo social; y, por el otro, el abordaje y superación de desigualdades sociales basadas en las diferencias individuales que resultan socialmente relevantes (o sea, aquellas que generan ventajas que son percibidas como injustas por la mayoría de la población). Visto así, el concepto puede ser comprendido como un reclamo por sociedades o comunidades donde todo caben y son valorados.
El problema se presenta cuando la demanda de inclusión se acota o limita al sistema educacional, entendido éste como el componente de una sociedad cuyo objetivo es la preparación de las nuevas generaciones para su inserción y mejora de la sociedad. Si bien en su origen, la justificación política de los sistemas escolares fue la igualdad y la justicia, hoy por hoy un sistema educacional por definición no es plenamente inclusivo o, más exactamente, tiene bolsones de exclusión que son inmanentes o propios de su naturaleza. Es el caso de la educación superior, un nivel al que no todos pueden llegar porque hay barreras de entradas basadas y legitimadas socialmente en el mito del mérito (a saber, la valoración y premio a las diferencias de capacidades y/o desempeño basadas en ventajas apreciables en ese momento, si bien se habría tenido un punto de partida igualitario en términos de oportunidades y recursos). Por consiguiente, los sistemas educacionales actuales tienen irremediablemente un componente de exclusión.
Un sistema escolar, sin embargo, puede fundarse en la inclusión, pero requiere una compleja articulación de sus partes (reglas y estructura, narrativa y/ cultura, actores, procesos, estrategias, medidas y formas de evaluación). Como esta sintonía fina es realmente difícil de lograr, por lo general, escasean los sistemas escolares inclusivos.
En la escuela y en el aula, ser inclusivo es un desafío curricular, evaluativo, didáctico y convivencial. Como es obvio, el peso de este desafío está en los directivos y, sobre todo, en los docentes que deben equilibrar demandas y expectativas del curriculum nacional, normativas de agrupación de estudiantes, evaluación y certificación de aprendizajes; todo lo cual debe dialogar con el portafolio de capacidades y saberes que portan los niños y sus familias. Así pues, hacer una escuela inclusiva depende en buena medida de las expectativas, creencias y prácticas de los profesores.
Una aproximación a las características que debe reunir un profesor inclusivo es la que viene desarrollando, desde 2009, un proyecto de la Agencia Europea para el Desarrollo de la Educación Especial o de Necesidades Educativas Especiales. Un resumen de los primeros productos de este proyecto sugiere que las competencias clave de un docente inclusivo son:
- Valorar la diversidad, esto es, entenderla como una oportunidad, un beneficio y un recurso para promover la inclusión
- Apoyar a todos los estudiantes, lo cual se basa en la firme creencia de que todos pueden alcanzar los aprendizajes
- Trabajar en equipo, esto es, desde la colaboración y el trabajo con otros docentes
- Desarrollar la dimensión personal y profesional, lo cual exige aprender permanentemente. Un docente inclusivo es un docente que está abierto a aprender
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Gracias por tus comentarios