Febriles, rabiosas, depresivas y complacientes, campean las opiniones sobre las universidades privadas, el ahora vapuleado sistema de acreditación, los incentivos perversos de parte del Estado, el ánimo de lucro y la inmoralidad de los actos de algunos, la aversión al control estatal, la indolencia ministerial y mucho más. En medio de esta feria de comentarios, hoy se publica una columna de Roberto Meza, en El Mostrador, que condensa a mi juicio con proverbial calma, realismo y equilibrio, la actual situación y una eventual solución. La transcribo:
Lucro, educación y sentido común
Roberto Meza, en el Mostrador, 20 de diciembre de 2012
La polémica entablada entre el ex presidente Ricardo Lagos y el
Ministro de Educación, Harald Beyer, sobre el lucro en la educación y el
modelo de acreditación vigente, si bien tiene interés en tanto se
expresan puntos de vista en torno a un tema de relevancia para los
próximos 20 años, ha resultado, como otras, estéril, al tiempo que
desvía inútilmente el foco de aquellos aspectos que realmente importan.
En efecto, discutir sobre las culpas de la existencia del lucro en
educación superior, prohibido por ley desde 1980, pero que, como se
decía en la Colonia, “se acata, pero no se cumple”; o sobre el origen de
la débil o inexistente fiscalización de dichos centros de estudios, que
era parte del modelo, luego de la masiva reacción estudiantil por su
calidad y el develamiento de irregularidades en su gestión, termina casi
por ofender al sentido común.
Toda persona madura y sensata sabe que nadie —o muy pocos— hacen algo
por nada. La gran mayoría persigue retribución, sea en aprecio o bienes
materiales. Si eso es así, la prohibición legal del lucro vigente desde
los 80 para emprender en educación universitaria resulta superflua, en
un entorno en que la utilidad o margen entre ingresos y gastos de
cualquier actividad es indispensable para sobrevivir, en la medida que
así se generan los recursos para seguir creciendo y desarrollándose como
organización.
Se discutirá que lo que quiso decir el legislador con “lucro” es
sobre aquella parte de la utilidad o margen que saca el dueño del
capital, restándola de las ganancias conseguidas para pagar los gastos y
que deberían reinvertirse en la Universidad para mejor docencia. Pero,
entonces el problema no está en la ganancia, sino en la renta del
capital. La pregunta consiguiente es, entonces, qué privado estaría
dispuesto a donar sus ahorros para este noble fin. Si la respuesta es
nadie —como es de suponer—, entonces la consecuencia es que la educación
debería estar en manos del Estado y constituirse como carga social
permanente, con todo lo que significa en uniformidad de enseñanza e
influencia de poderes políticos sobre las nuevas generaciones. He ahí el
quid.
Entonces, aquella legislación educacional aparentemente o quiso
limitar el surgimiento de universidades privadas, dejando el peso a
corporaciones públicas, financiadas por todos los chilenos vía subsidios
para educar al pequeño segmento de estudiantes que podía acceder a
ellas por méritos, o se esperó ingenuamente que grupos políticos,
religiosos o económicos invirtieran en educación superior sólo para
influir en la juventud ilustrada. Ambas posibilidades auguraban mal
resultado.
Pero como “hecha la ley, hecha la trampa”, las universidades privadas
que surgieron no tienen fines de lucro en sus estatutos, es decir,
cumplen la ley. Y si se analizan sus balances, en general muestran
resultados neutros, con ingresos y egresos similares, aunque, por
cierto, las inmobiliarias a las que arriendan sus edificios e
infraestructura —habitualmente con dueños similares— y que no tienen la
obligación de no lucrar, presentan utilidades. Otras, como se ha visto,
tienen pérdidas como Universidad e Inmobiliaria. Es un “modelo de
negocios”.
Y es lógico. Porque pretender que inversiones multimillonarias como
la fundación de una Universidad estén guiadas sólo por ideales
filantrópicos y que sus promotores eduquen y donen sus capitales por la
belleza de la solidaridad y la educación o, aún, por la influencia en
currículos para imponer su visión del mundo, resulta iluso. Esto, por lo
demás, ha estado claro para todos, todo el tiempo. No por casualidad se
han transado Universidades privadas —sin fines de lucro— en millones de
dólares. Si los estudiantes expresaron su crítica a la evidente
incongruencia entre lo legislado y la práctica, fue en un acto de
dignidad, mediante el cual nos dijeron: “A otro pingüino con esos
cubitos de hielo”.
Por eso, ante la crítica del ex presidente, es obvio que el actual
gobierno no avanzará en la dirección de una educación universitaria
pública gratuita, porque ni comparte la dirección estratégica implícita,
ni habría recursos fiscales para aquello —aún sin esa carga, el déficit
fiscal de 2012 será de casi 5 % del PIB— y de lo que se ha tratado es
esperar que los hechos, más porfiados que las palabras, terminen por
asentar el sentido común para que, finalmente, el Congreso reforme la
ingenua legislación de educación superior. No escapa al buen criterio
que cuando una universidad persigue ganancia como objetivo central, es
probable que el corazón de su misión educacional pase a segundo plano y
entregue, como ha sucedido, enseñanza de mala calidad. Pero esta posible
consecuencia no es un patrón, porque hay universidades privadas que
persiguen fines de lucro, pero que cumplen bien su papel docente.
También es evidente que los gobiernos anteriores —por su origen
ideológico— hubieran preferido tal educación pública y “gratuita”,
financiada con los impuestos de todos. Pero recursos escasos alcanzaban
sólo para los estudiantes que traspasaban las barreras de las pruebas de
aptitud. Aquello aseguraba parte de la calidad, vía selección de los
mejores puntajes, pero que, en su mayoría, provienen de buenos colegios
pagados, discriminando así, a los más pobres. En la elección del mal
menor parecen haber optado por la cantidad, elevando históricamente —CAE
incluido— el número de jóvenes que pudieron llegar a la educación
superior —muchos de ellos, los primeros de su familia—, aunque mediante
el concurso de capitales privados que suplieron la falta de recursos
fiscales y que, además, permiten el ingreso con puntajes PSU inferiores a
los de las universidades públicas, tendiendo a igualar el acceso.
Es decir, la menor oferta de educación universitaria a que obliga la
exigencia de gratuidad y estatalidad, fuerza a una selección más
drástica de los estudiantes que acceden a ellas, mejorando la calidad de
alumnado y disminuyendo los costos de los subsidios. Pero la
consecuencia es menos profesionales y técnicos que los que hoy pueden
aspirar a serlo, a través del sistema de universidades privadas.
El sentido común indica, pues, que la educación es un bien de la
mayor relevancia en la sociedad de la información y el conocimiento y
que, por tal motivo, las familias se desviven por educar a sus hijos,
los que, sin título, parecen condenados a la pobreza. Luego, hay una
demanda creciente que el Estado no puede cubrir, porque sus recursos son
escasos y lo cargamos con otras múltiples prioridades, por lo que debe
recurrir al capital privado. Pero aquel no trabaja por bolita de dulce.
Entonces, ¿Qué hacer? ¿Seguir con la triquiñuela según la cual la
Universidad privada no tiene fin de lucro, pero la Inmobiliaria si?
¿Estatizar toda la educación superior? ¿Se expropian? ¿Quién paga la
expropiación? ¿Y la libertad de enseñanza? ¿Qué hacer con los 400 mil
estudiantes de Universidades privadas, si hay problemas para colocar a
16 mil de la U. del Mar?
Hay pues, de una vez por todas, que legislar para permitir la
ganancia legítima en las Universidades privadas, tal como en los IP y
CFT, trasparentando sus objetivos y exigiendo estándares de reinversión
que limiten el “lucro” hasta el punto de no hacer huir al capital de esa
área. También hay que darle al Estado recursos y capacidad técnica para
una mejor fiscalización y control de mallas curriculares,
infraestructura, profesores y procesos, para conseguir, en unos 10 años,
universidades con clara identidad y propósitos, que cumplan con
requisitos básicos de solvencia, mejorando el sistema de acreditación
que, respondiendo al ministro, no es “corrupto” por su diseño, sino
porque los seres humanos se comportan ética o inmoralmente en cualquier
orgánica, incluso en las religiosas, que deberían ser el centro de la
defensa moral.
Transparentado el sistema y llevándolo desde la idea matriz de Estado
Docente a uno de Sociedad Docente, el control ciudadano y la
competencia hacen el resto, mientras el Estado, mediante planificación
indicativa, fiscaliza y acredita calidad, premiando con subsidios
crecientes a las universidades que realizan investigación y desarrollan
conocimientos y con menos a las que solo hacen docencia sobre el corpus
de ciencias instalado. De ese modo cortamos el nudo gordiano que tiene
ya por varios años confundido al sentido común (sea por las exigencias
sobredimensionadas al Estado o por el libertinaje que posibilitó) y que
ha suscitado tanta polémica estéril.
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