
Más allá de estas disquisiciones sobre las consecuencias que una decisión como aquélla puede tener en las minucias de la vida escolar, lo que impresiona es la peligrosa ingenuidad de las tesis sobre la violencia y el bullying, compartidas por autoridades municipales, directivos de liceos y lectores de prensa. Porque suponer que un detector de metales ayudará a controlar la violencia dentro de un liceo es como asumir que la instalación de una balanza en el baño de una casa automáticamente impulsará a cuidar la figura y bajar de peso...
La violencia escolar, y el bullying como una de sus expresiones más visibles, es parte de un complejo de relaciones que remite tanto a la misma cultura y convivencia escolar, como a las resonancias de la sociedad. No es tan evidente que la escuela sea el reflejo de la sociedad, como muchos piensan; tampoco es evidente que la escuela sea una burbuja capaz de filtrar toda huella social dentro de sus fronteras. Hay, claro, un poco de cada frente: en la escuela se practican formas de violencia que no son practicadas de igual manera fuera de ella y, a la vez, en la escuela se replican fielmente expresiones de la violencia social, sobre todo las implícitas o simbólicas (los estigmas, las creencias y prejuicios). El matonaje, por ejemplo, parece menos visible en la calle y más elocuente en la escuela; las agresiones "gota a gota" (como las burlas, el acoso o la formas sutiles de discriminación) son igualmente intensas dentro y fuera de la escuela.
¿Qué hacer, entonces? Primero, convenir un modo compartido de reconocer y encarar la violencia. Esto es, ponerse de acuerdo si el enfoque será policial o educativo (o cuándo se pasa del segundo al primero). Segundo, construir un diagnóstico e identificar conjuntamente las expresiones y causas de la violencia (no es raro que las personas discrepen de lo que entienden y reconocen como "violencia"). Tercero, identificar y apreciar las buenas prácticas en la misma comunidad escolar donde ahora se habla sólo de violencia y matonaje (porque también hay motivos de orgullo y valoración positiva en esos lugares). Cuarto, no adoptar una estrategia de trinchera, esto es, que señale culpables, sospechosos y víctimas (lo cual no equivale a renunciar a que quienes han cometido actos violentos no asuman su responsabilidad y las consecuencias). Quinto, asociarse con otros actores y agencias locales porque casi siempre la violencia escolar es síntoma y no causa (lo cual significa que no sólo la escuela debe ser "intervenida", sino también su entorno relevante).