Sintomáticamente, la apelación al consenso surge cada vez que la correlación de fuerzas políticas (explícitas y tácitas) es variable, sea porque una minoría nominal no lo es tanto en términos simbólicos (es el caso de la actual derecha y su espectro de influencia que -desde luego- incluye parte significativa de la Iglesia, del empresariado y los principales medios de comunicación), sea porque la coalición gobernante tiene un flanco poroso y dubitativo que percibe como una amenaza parte de la agenda gubernamental (es el caso obvio de la centro izquierda, donde existen rostros y voces que abiertamente manifiestan su preocupación por los efecto directos que tendrían en ellos -o en su entorno relevante- los cambios que se proponen).
En el Chile reciente, los consensos en educación tienen un sabor agridulce. En la etapa de transición, el llamado "Informe Brunner" de 1994 se construyó como un acuerdo basado en el diálogo de representantes de las fuerzas políticas y socio-culturales de la época para convenir una carta de navegación para modernizar la educación escolar. La agenda definida por dicho informe sirvió a medias como hoja de ruta (se implementaron programas focalizados y la jornada escolar completa, pero no se reformó la enseñanza secundaria ni la formación docente, por ejemplo. Ambas eran recoemndaciones del Informe) y, ciertamente, sirvió menos como parámetro evaluativo de las políticas educacionales emprendidas en los 90 (en la práctica, se impuso el SIMCE como criterio de éxito). Vale decir, además, que en dicho informe no se abordaron las cuestiones que hoy son nucleares: no se discutió el estatuto de la educación pública y sí se defendió el financiamiento compartido y la difusión del SIMCE para efectos de información y rendición de cuentas.
Más recientemente, el acuerdo de 2006, conocido como el Informe del Consejo Asesor Presidencial, resultó en un híbrido de recomendaciones que -más temprano que tarde- resultaron sustantivamente modificadas por una fracción de las mismas fuerzas sociales y políticas que lo suscribieron. No está demás recordar que -en su informe de mayoría- dicho Consejo sí propuso la desmunicipalización y cuestionó enérgicamente el lucro, la selección y el financiamiento compartido. Pero la redacción complementaria de minoría señaló algo más que matices del acuerdo de mayoría y, en la práctica, logró imponer una visión muy atenuada de dichas conclusiones: la desmunicipalización no se implementó, el lucro no se prohibió, la selección de alumnos se admitió en nombre del proyecto educativo institucional y se dio carta blanca en enseñanza media y en los llamados "liceos emblemáticos". Sí quedó como fruto la LGE y la macro-institucionalidad actual que rige el sistema escolar.
En resumen, al primer consenso le faltó traducción técnica (o sea, operacionalización de las recomendaciones de políticas) y reflexión política (no interrogó ni por un momento la legitimidad del modelo de cuasimercado ni la pauperización de la educación municipal); al segundo le sobró voluntad de cambio pero careció de evidente olfato político-táctico (impuso conclusiones que a poco andar se mostraron inviables); en definitiva, señaló una agenda de base popular que no tenía eco en las élites ni correlato político, olvidando que el cambio educativo tiene un componente legislativo ineludible.
Hoy se ha vuelto a hablar de la necesidad de diálogo y consenso. El MINEDUC ha sostenido conversaciones con diversos grupos de interés señalando que se trata de un proceso preparatorio de las propuestas definitivas que luego traducirá en proyectos de ley e iniciativas de política. Esto ha sido interpretado como una vuelta a la cordura luego de un inicio destemplado de la actual gestión. Pero se requiere precaución: la historia reciente muestra que en educación los cambios basados en consensos terminan siendo aquellos que se acercan al status quo. La verdadera política -debe recordarse- es la que tensa, transforma y mejora la realidad.
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