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Con un tono ahora menos afiebrado y menos vociferante, se publican columnas que buscan razonar y argumentar sobre lo propiamente público, más allá de la propiedad (donde lo público es simplemente lo estatal) y la finalidad (donde la propiedad es adjetiva y lo público se determina por la orientación y contribución efectiva al bien común).
De la prensa nacional rescato un par de columnas: "Lo estatal y el espacio público" de Cienfuegos y Penaglia; y "La Universidad pública" de Atria y Wilenmann.
1. Lo estatal y el espacio público, de Cienfuegos y Penaglia
En los últimos días se ha formado un interesante debate en torno a lo
público no estatal motivado por las inminentes reformas al sistema
educacional. Sin embargo, a nuestro juicio, algunas de las
intervenciones han tenido más aroma a defensa corporativa que a
reflexiones amplias sobre la educación pública. Y cómo no hacerlo,
cuando existe una corta distancia entre el actor opinante y el tema en
cuestión; siendo sinceros, utilizando un lenguaje contingente, a todos
nos correspondería declarar conflicto de interés.
Pese a lo anterior, es nuestra motivación aportar algunas ideas a
este interesante debate, con una mínima cuota de honestidad, asumiendo
nuestras limitaciones al observar la realidad social, así como con la
innegable tentación de fundamentar y presentar racionalmente nuestras
propias preferencias valóricas y expectativas de sociedad. Esto lo
hacemos por cierto sin arrogarnos algún tipo de representación
institucional.
Uno de los ámbitos de discusión, se refiere a que existiría un
espacio público no estatal capaz de proveer bienes públicos, lo que
justificaría la existencia de establecimientos de educación privada como
sujetos de políticas públicas. Lo anterior se ha argumentado por
ciertos columnistas, utilizando distinciones de la teoría económica
neoclásica, así como algunos conceptos de la filosofía política.
A nuestro juicio, el concepto de “lo público” tiene raíces históricas
e ideológicas definidas. Desde una perspectiva histórica y siguiendo al
profesor Omar Guerrero, por una parte, podríamos señalar que el vocablo
público es una categoría universal que incumbe a la totalidad
de un pueblo políticamente organizado. Tanto para los griegos como para
los romanos, entonces, lo público se entendería sólo desde el Estado. Es
así como, bajo este enfoque, lo público no sería una sola reunión de
hombres organizados de cualquier manera, sino la sociedad formada como
garante de las leyes y con el objeto de la utilidad común. Esta mirada a
sí mismo, desecharía la posibilidad de una concepción de espacio
público más amplio, una suerte de pluralidad de la esfera pública donde
los intereses del pueblo pudieran ser materializados por actores que se
sitúen entre el Estado y la sociedad.
Para Habermas y la propia Arendt, sin embargo, lo público no sería
exclusivamente lo común o lo Estatal, sino que estaría definido por la
interacción discursiva en torno a intereses generalizables. En ese
sentido, el concepto de espacio público reconoce que lo público en el
Estado es un proceso en construcción a cargo de la sociedad, existiendo
entonces un área permanente de tensión entre el Estado y la sociedad.
Las organizaciones y asociaciones que intentan la recomposición de lo
público como ideal normativo, actuarían como caja de resonancia de los
problemas que afectan al conjunto de la sociedad, a través de la
crítica, el debate y la persuasión. Por otra parte, lo público no
estatal y sus organizaciones, ejercerían un rol de control social sobre
el Estado respecto a sus decisiones, medios e intereses, así como en la
provisión de derechos básicos no entregados por lo público estatal.
El paradigma económico neoclásico de Samuelson, utilizado también por
uno de los incumbentes en este debate, establece dos condiciones en la
definición de bienes públicos: bienes que no son rivales (consumidos sin
afectar el consumo de ese mismo bien a otros individuos) y bienes que
son no son exclusivos (el beneficio no puede ser atribuido a un
comprador individual). Según este argumento, todas las universidades,
independientemente de si son estatales o privadas, producirían bienes
públicos. Bajo esta mirada –ya sea a través de la interacción del
mercado o la distribución libre– la educación sería siempre un bien
público capaz de crear externalidades, donde la formación superior de
una persona impactaría directamente en la productividad de los otros
miembros de la sociedad.
Lo anterior no da cuenta, sin embargo, de lo que observamos en la
realidad, en cuanto a que algunas Universidades tanto donde el Estado es
el dueño, como Universidades particulares, producen también bienes
privados, persiguiendo la rentabilidad como objetivo primordial en su
diseño, funcionamiento y oferta académica. De esta forma, dichas
Universidades, que podríamos categorizar como de élite, ofrecerían como
modelo educativo sólo la oportunidad de mejorar los ingresos futuros de
sus estudiantes, así como entregar un estatus y prestigio social a sus
egresados. A esto habría que agregar que muchos de los planteles, tanto
estatales como públicos no estatales, desarrollan programas sobre la
base de principios económicos debido a la obligatoriedad del
autofinanciamiento.
Compartimos, sí, la noción de que lo público se encuentra colonizado
por el subsistema económico. Pero no nos engañemos, el Estado no es una
entidad neutra que promueve necesariamente el bien común, sino un
espacio en disputa que cristaliza la hegemonía del poder dominante. Es
decir, está colonizado igualmente por el subsistema económico (y
podríamos agregar racial, étnico, de género, entre otros). En este
contexto, restar capacidades autonómicas a la sociedad civil,
monopolizando en el Estado lo público, implica limitar las herramientas
para disputar el consenso y el sentido común.
Gran parte de las luchas sociales establecieron como espacios de
acción la creación de universidades de trabajadores, cooperativas, de
mutuales y de diversas organizaciones del tercer sector (público no
estatal), como mecanismo de incidencia y disputa del orden dominante. De
este modo, como señala Silvio Rodríguez, “el problema no es darle un
hacha al dolor y hacer leña con todo y la palma”.
Ahora, también es necesario quitarse las anteojeras de ingenuidad respecto a lo público no estatal en torno a dos elementos:
- Bajo qué criterios es posible definir que una universidad que no es del Estado sea verdaderamente pública. Ciertamente, temas como la inexistencia de lucro, su contribución a la generación de conocimiento, libertad de cátedra y pluralismo son esenciales. Pero el tema no se agota únicamente en cuatro enunciados y debiese ser parte del conjunto de la sociedad y los actores involucrados delimitar el concepto.
- Gran parte del rechazo a lo público no estatal se debe a que las asimetrías de poder al interior de la sociedad generan que ciertos grupos políticos, sociales y culturales posean mayores posibilidades para construir proyectos educativos. En estricto rigor, planteles asociados a grupos económicos definidos poseen mayores capacidades para crear universidades que otro tipo de organizaciones. Esto generaría una desigualdad de origen en el acceso al financiamiento de proyectos educativos y, por lo tanto, garantizaría que ciertos grupos se vieran sobrerrepresentados en lo público.
Sin embargo, creemos que la solución a esta asimetría no pasa por el
monopolio de lo estatal. Lo ideal en una sociedad democrática que supera
la racionalidad de la “libre competencia” y del Estado homogenizador y
civilizatorio, es la distribución del poder entre los distintos grupos
políticos, religiosos, étnicos y clases. Todos los actores de la
sociedad tienen derecho a constituir proyectos y verse representados en
lo público, influyendo desde sus convicciones en el debate y la
formación profesional. Por lo tanto, el desafío es bajo qué criterios de
justicia distributiva se podrían asignar recursos para generar equidad.
También sobre el tema del financiamiento, gran parte de los
movimientos populares transformadores establecieron organizaciones bajo
el principio de autogestión, dado el riesgo de cooptación del poder del
Estado. En este plano, es importante atender que el financiamiento no se
transforme en un mecanismo de control, restringiendo la autonomía de
los planteles universitarios.
No hay que perderse en el debate, aun cuando en las universidades
estatales deben regularse temas como el corporativismo académico, las
actividades económico-comerciales que generan algunos (lucro
encubierto), así como ampliar los mecanismos de participación, estas
universidades deben ser financiadas totalmente en su oferta, entregando
los recursos necesarios para investigación, docencia y extensión. Sin
embargo, es necesario no olvidar, mejorar, fomentar y democratizar el
espacio público no estatal, donde existirían universidades que serían
capaces genuinamente de proveer bienes públicos.
2. La universidad pública, de Atria y Wilenmann
¿Qué es una universidad pública? En la discusión actual, hay dos
posiciones que parecen totalmente enfrentadas: conforme a la primera, es
pública una universidad cuando en los hechos desarrolla una “función
pública”; conforme a la segunda, es pública cuando es estatal.
Guiado por una intuición correcta, el ministro de Educación ha
sostenido que el criterio de la “función pública” es insuficiente, es
demasiado laxo. Pero, para justificar esta intuición, el ministro ha
recurrido a una explicación que, desde el propio punto de vista de las
universidades estatales, es problemática. El ministro ha dicho que hay
un interés público en la producción de conocimiento nuevo (en la forma
de “investigación”), un interés que justifica que el Estado financie
instituciones en las que ese conocimiento sea producido. Pero ese
conocimiento ha de ser producido en condiciones en que no pueda surgir
conflicto entre el interés público y un interés privado. En las
universidades estatales ese conflicto no podría darse, ya que el
“mandante” sería precisamente el titular del interés público, el Estado.
En las universidades privadas, en cambio, es posible el conflicto entre
los intereses privados de sus controladores y el interés público.
Entonces, el Estado debe preferir las instituciones que están libres de
la posibilidad de este conflicto: las estatales.
Es importante comenzar destacando que el punto de partida del
ministro es correcto: hay un interés público en la investigación y en
que ella produzca efectos en el bienestar general y en la riqueza de la
cultura nacional. También es correcto sostener que es injustificable que
la investigación se financie con fondos públicos pero sea encargada,
controlada o puesta al servicio de una agenda particular por sea quien
fuere el dueño de o que controla a una determinada universidad. Según el
ministro, esto no ocurre cuando el Estado es “mandante” y la
universidad “mandada”.
Entender que esta es la relación que vincula al Estado con sus
universidades, sin embargo, niega la autonomía universitaria. La
exigencia de autonomía ha sido siempre una exigencia de la universidad,
porque sólo un régimen autónomo la protege de intervenciones guiadas por
fines ajenos a criterios propiamente universitarios. En lo que importa
al ministro, la autonomía es necesaria para asegurar que la
investigación tenga por objetivo exclusivamente aquello que como idea
regulativa puede denominarse “la verdad”. Se trata de asegurar que no
haya intereses ajenos a la búsqueda de la verdad que puedan interferir
con la investigación académica, la que debe estar organizada de modo tal
que el investigador sea libre de llegar hasta donde sea que lo lleve el
resultado de su investigación.
Pero si esto es así, entonces entender que lo especial de la
universidad pública es que tiene como “mandante” al Estado niega su
naturaleza, porque niega su autonomía. La universidad estatal no puede
entenderse como un servicio público, sujeta, como ellos siempre están, a
la superintendencia y dirección del Estado a través del Ministerio
respectivo. Si las universidades públicas estuvieran sujetas así al
Ministerio de Educación, lo que guiaría su actividad no serían criterios
puramente académicos, sino los criterios de oportunidad del ministro (y
nada asegura que el ministro de Educación estará siempre guiado por
consideraciones puramente universitarias). Por esto, buena parte de la
lucha de las universidades estatales en Chile durante el siglo XX se
refirió a asegurar institucionalmente su autonomía. El argumento del
ministro no deja espacio para esta necesidad de las universidades
estatales, y por consiguiente lleva o a (1) poner en cuestión o negar la
autonomía universitaria (para que el Estado pueda desempeñarse como
mandante y entonces pueda guiar la investigación) o a (2) una
comprensión del contenido de ese mandato (sin capacidad de guiar la
investigación) que respeta la autonomía, pero deja abierta de nuevo la
pregunta inicial. Porque si el respeto a la autonomía obliga al Estado a
no actuar como mandante de sus universidades, ¿qué diferencia hace que
el mandante sea el Estado?
Es necesario entender correctamente la idea de autonomía
universitaria y su sentido. Que una universidad estatal sea autónoma
quiere decir que el Estado no puede interferir con su actividad
universitaria, la que entonces sólo puede ser guiada por sus propios
criterios internos. Por supuesto, esto no implica que uno deba ser
ingenuo, y negar la posibilidad de que una universidad estatal sea
capturada por intereses privados. Pero sí implica que en ese caso la
captura es captura. Es decir, una patología que la regulación y la
organización institucional deben intentar neutralizar todo lo que se
pueda. La mejor garantía contra la captura es un contexto institucional
en el que una universidad pueda actuar orientada por criterios
exclusivamente universitarios. Eso exige fundamentalmente dos cosas: un
estatuto que asegure la posición del académico, permitiéndole así seguir
su investigación donde sea que ésta lo lleve, y una forma de gobierno
que haga difícil la captura por intereses particulares. Esta es la
posición a la que habían llegado las universidades estatales antes de la
intervención militar posterior al 11 de septiembre (no en el sentido de
que la regulación de entonces era perfecta, sino en el sentido de que
estas dos condiciones eran las que debían ser garantizadas). Al
satisfacerse estas dos condiciones, la universidad quedaba protegida de
la operación de poderes “extrauniversitarios”, es decir, fácticos. Y
esta protección creaba un espacio para una investigación que no estaba
al servicio de agendas particulares, sino de la búsqueda de la verdad.
La misma finalidad es la que hoy exige la entrega de aportes basales de
libre disposición, porque si la universidad necesita vender sus
servicios en el mercado para financiarse, entonces no podrá operar con
un criterio puramente universitario, sino de mercado, sirviendo a los
intereses particulares de quienes en el mercado compren investigación.
Estas consideraciones muestran el error de quienes, contra la
intuición del ministro, alegan que para que una universidad deba ser
tratada como pública basta con que desempeñe en los hechos una “función
pública”. Porque si las universidades estatales para poder ser
verdaderamente universidades (aunque estatales) necesitan de autonomía
del Estado, las universidades privadas no pueden ser verdaderamente
universidades (aunque privadas) en la medida en que están sujetas al
control de intereses privados. La exigencia de autonomía universitaria,
en el caso de las universidades estatales, no era sólo una exigencia de
buena crianza dirigida al Estado: era la exigencia por un régimen legal
que asegurara institucionalmente las dos condiciones que hemos
identificado. Por exactamente las mismas razones, no es suficiente que
el rector o el “dueño” o el controlador de una universidad en los hechos
respete la autonomía de la universidad. Es verdad que hoy existen
ejemplos de universidades privadas que en los hechos actúan guiados por
criterios puramente académicos, y que respetan la libertad de sus
académicos. Pero ello no puede depender de la deferencia o la
ilustración de sus controladores, algo que siempre puede cambiar, o de
lo afortunada que resulte la designación de un rector o decano. El
Estado tiene un interés en asegurar institucionalmente la orientación
académica de la investigación. Y esta garantía institucional no puede
darse en términos del derecho privado, porque el derecho privado siempre
permite que, concurriendo todas las voluntades privadas que deban
concurrir, los términos de una relación (el contrato, los estatutos de
una corporación) sean modificados. Por eso, no es suficiente que una
universidad privada desempeñe en los hechos alguna función pública. Debe
hacerlo sujeta a un régimen que hace imposible para su controlador
cambiar la orientación pública de la universidad, intervenir en su
gobierno, afectar la posición de sus académicos. Sólo en esas
condiciones podría decirse que es una institución que se define por su
compromiso universitario con la búsqueda de la verdad, es decir, que es
una universidad “pública” (esta es la razón por la que antes de 1980
había universidades privadas que eran tratadas como públicas, pero eran
creadas por ley. Es decir, estaban sujetas a un régimen de gobierno y
tenían un estatuto académico que, como estaba en la ley, no podía ser
cambiado por el controlador, quien entonces no podía poner a la
universidad al servicio de una agenda particular).
El conjunto de estas condiciones, bajo las cuales universidades
privadas podrían desempeñar funciones públicas y recibir, entonces, un
trato análogo al recibido por las estatales, puede ser denominado el
“régimen de lo público”. Para las universidades, el régimen de lo
público requiere definir estándares de funcionamiento bajo los cuales el
Estado pueda confiar en que la investigación producida tenga una
orientación verdaderamente académica. Ha de constituir una regulación
que cumpla la función que la idea de autonomía desempeñó en el caso de
la universidades estatales: elevar un muro infranqueable entre los
intereses particulares de los dueños o controladores de la universidad y
la marcha de la universidad, para hacer probable que esta última no se
guíe sino por criterios puramente universitarios en su actividad.
Lo anterior implica que el interés que correctamente quiere
satisfacer el ministro –ampliar la investigación en Chile y asegurarse
que tenga una orientación realmente académica– no se satisface con la
concentración del financiamiento en universidades estatales, sino que
necesita antes vincular el acceso a fondos basales de investigación a un
régimen institucional adecuado.
Es verdad que, como dice el ministro, las universidades europeas
muestran que es posible un sistema casi exclusivamente estatal de
investigación. Pero el hecho de que en tradiciones distintas a la
nuestra eso sea el caso no muestra todavía nada. El sistema
universitario europeo tiene una historia propia que explica su
configuración. Resumiendo: las universidades europeas más antiguas datan
de tiempos premodernos, y fueron asumidas y controladas por el Estado
en la formación de la modernidad. Durante el siglo XX, en la época del
Estado de bienestar (esencialmente en los años 60 y 70), el Estado creó
nuevas universidades para expandir la cobertura a estudiantes que no
tenían cabida en un sistema diseñado originalmente para educar a la
elite. El contexto de organización de la investigación en Europa se
construyó sobre esa realidad: como la capacidad investigativa instalada
se concentraba en universidades estatales, los recursos van en buena
medida a esas instituciones. La situación es ciertamente distinta en
Estados Unidos, en donde, precisamente por esa historia divergente, el
aseguramiento de la investigación tuvo que tomar en cuenta la existencia
de una buena masa de universidades privadas, pero al mismo tiempo pudo
aprovecharse de una cultura, un ethos universitario que fue
suficientemente fuerte como para impedir que las universidades privadas
fueran instrumentalizadas por sus dueños o controladores.
Del mismo modo, una reforma en Chile debiera asumir su propio
contexto. Buena parte de la capacidad investigativa nacional se
concentró, durante casi todo el siglo XX, en las dos universidades ahora
conocidas como “tradicionales”, la Universidad de Chile y la
Universidad Católica. La masificación de universidades y la ampliación
de la capacidad investigativa tuvo lugar con la aparición de las
universidades privadas. El tipo de necesidades a las que respondió la
formación de las universidades privadas, con enormes diferencias de
grado entre ellas, es equivalente a las que en Europa se satisficieron a
través de las universidades públicas surgidas durante el Estado de
bienestar. Chile podría haber seguido ese camino (la explosiva expansión
de la matrícula entre 1967 y 1973 es indicación de eso). Pero aquello,
que pudo haber sido, no fue. Y la dictadura nos legó un sistema en que
la ampliación de la universidad tuvo lugar por privados. Ese legado de
la dictadura puede o no ser mirado con pesar; pero no puede ser
simplemente negado. Hoy no puede decirse lo que en Europa, que buena
parte de la capacidad de investigación está en las universidades del
Estado. Una reforma racional no puede desconocer este hecho, sino que
tiene que tomarlo en cuenta y aprovecharlo.
Tienen razón los críticos del ministro cuando dicen que el hecho de
ser privada no impide a la Universidad de Harvard producir investigación
pública. Pero esta comparación con Harvard y otras universidades
similares supone un contexto institucional que en Chile no existe. El
ministro tiene razón en sospechar; pero se equivoca en la razón que
justifica su sospecha (y quizás por eso se vio forzado a dar pie atrás
al día siguiente). Una institución como la Universidad Católica, por
ejemplo, tiene una relevancia en la historia nacional y en su
contribución actual a la investigación que no puede ser desconocida.
Pero despejar las dudas sobre la ausencia de agendas privadas o
intereses particulares requiere de regulación institucional. ¿Reclama la
Universidad Católica derecho a tomar (negativamente) en cuenta, en un
concurso para profesor de derecho, que el candidato cree que el aborto o
el matrimonio igualitario se justifican? ¿O para expulsar a un profesor
de medicina reproductiva que defiende el uso de la píldora del día
después? Si reclama estos derechos, entonces no puede pretender que la
investigación que se realiza en ella sea reconocida y tratada como
pública, porque al hacerlo está declarando que le importa más la defensa
de su agenda particular que la libre investigación; si no los reclama, y
está dispuesta a someterse a un régimen legal que asegure a esos
profesores que podrán comenzar o continuar sus carreras sin desmedro,
entonces puede empezar a reclamar que es una universidad que, aunque no
estatal, ha de ser tratada y financiada como una institución pública.
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