martes, 1 de abril de 2014

Lo público otra vez: la universidad, el espacio y el Estado

Fuente: http://georgiastudents.files.wordpress.com
Con un tono ahora menos afiebrado y menos vociferante, se publican columnas que buscan razonar y argumentar sobre lo propiamente público, más allá de la propiedad (donde lo público es simplemente lo estatal) y la finalidad (donde la propiedad es adjetiva y lo público se determina por la orientación y contribución efectiva al bien común).

De la prensa nacional rescato un par de columnas: "Lo estatal y el espacio público" de Cienfuegos y Penaglia; y "La Universidad pública" de Atria y Wilenmann.


1. Lo estatal y el espacio público, de Cienfuegos y Penaglia

En los últimos días se ha formado un interesante debate en torno a lo público no estatal motivado por las inminentes reformas al sistema educacional. Sin embargo, a nuestro juicio, algunas de las intervenciones han tenido más aroma a defensa corporativa que a reflexiones amplias sobre la educación pública. Y cómo no hacerlo, cuando existe una corta distancia entre el actor opinante y el tema en cuestión; siendo sinceros, utilizando un lenguaje contingente, a todos nos correspondería declarar conflicto de interés.
Pese a lo anterior, es nuestra motivación aportar algunas ideas a este interesante debate, con una mínima cuota de honestidad, asumiendo nuestras limitaciones al observar la realidad social, así como con la innegable tentación de fundamentar y presentar racionalmente nuestras propias preferencias valóricas y expectativas de sociedad. Esto lo hacemos por cierto sin arrogarnos algún tipo de representación institucional.

Uno de los ámbitos de discusión, se refiere a que existiría un espacio público no estatal capaz de proveer bienes públicos, lo que justificaría la existencia de establecimientos de educación privada como sujetos de políticas públicas. Lo anterior se ha argumentado por ciertos columnistas, utilizando distinciones de la teoría económica neoclásica, así como algunos conceptos de la filosofía política.
A nuestro juicio, el concepto de “lo público” tiene raíces históricas e ideológicas definidas. Desde una perspectiva histórica y siguiendo al profesor Omar Guerrero, por una parte, podríamos señalar que el vocablo público es una categoría universal que incumbe a la totalidad de un pueblo políticamente organizado. Tanto para los griegos como para los romanos, entonces, lo público se entendería sólo desde el Estado. Es así como, bajo este enfoque, lo público no sería una sola reunión de hombres organizados de cualquier manera, sino la sociedad formada como garante de las leyes y con el objeto de la utilidad común. Esta mirada a sí mismo, desecharía la posibilidad de una concepción de espacio público más amplio, una suerte de pluralidad de la esfera pública donde los intereses del pueblo pudieran ser materializados por actores que se sitúen entre el Estado y la sociedad.

Para Habermas y la propia Arendt, sin embargo, lo público no sería exclusivamente lo común o lo Estatal, sino que estaría definido por la interacción discursiva en torno a intereses generalizables. En ese sentido, el concepto de espacio público reconoce que lo público en el Estado es un proceso en construcción a cargo de la sociedad, existiendo entonces un área permanente de tensión entre el Estado y la sociedad. Las organizaciones y asociaciones que intentan la recomposición de lo público como ideal normativo, actuarían como caja de resonancia de los problemas que afectan al conjunto de la sociedad, a través de la crítica, el debate y la persuasión. Por otra parte, lo público no estatal y sus organizaciones, ejercerían un rol de control social sobre el Estado respecto a sus decisiones, medios e intereses, así como en la provisión de derechos básicos no entregados por lo público estatal.
El paradigma económico neoclásico de Samuelson, utilizado también por uno de los incumbentes en este debate, establece dos condiciones en la definición de bienes públicos: bienes que no son rivales (consumidos sin afectar el consumo de ese mismo bien a otros individuos) y bienes que son no son exclusivos (el beneficio no puede ser atribuido a un comprador individual). Según este argumento, todas las universidades, independientemente de si son estatales o privadas, producirían bienes públicos. Bajo esta mirada –ya sea a través de la interacción del mercado o la distribución libre– la educación sería siempre un bien público capaz de crear externalidades, donde la formación superior de una persona impactaría directamente en la productividad de los otros miembros de la sociedad.
Lo anterior no da cuenta, sin embargo, de lo que observamos en la realidad, en cuanto a que algunas Universidades tanto donde el Estado es el dueño, como Universidades particulares, producen también bienes privados, persiguiendo la rentabilidad como objetivo primordial en su diseño, funcionamiento y oferta académica. De esta forma, dichas Universidades, que podríamos categorizar como de élite, ofrecerían como modelo educativo sólo la oportunidad de mejorar los ingresos futuros de sus estudiantes, así como entregar un estatus y prestigio social a sus egresados. A esto habría que agregar que muchos de los planteles, tanto estatales como públicos no estatales, desarrollan programas sobre la base de principios económicos debido a la obligatoriedad del autofinanciamiento.

Compartimos, sí, la noción de que lo público se encuentra colonizado por el subsistema económico. Pero no nos engañemos, el Estado no es una entidad neutra que promueve necesariamente el bien común, sino un espacio en disputa que cristaliza la hegemonía del poder dominante. Es decir, está colonizado igualmente por el subsistema económico (y podríamos agregar racial, étnico, de género, entre otros). En este contexto, restar capacidades autonómicas a la sociedad civil, monopolizando en el Estado lo público, implica limitar las herramientas para disputar el consenso y el sentido común.
Gran parte de las luchas sociales establecieron como espacios de acción la creación de universidades de trabajadores, cooperativas, de mutuales y de diversas organizaciones del tercer sector (público no estatal), como mecanismo de incidencia y disputa del orden dominante. De este modo, como señala Silvio Rodríguez, “el problema no es darle un hacha al dolor y hacer leña con todo y la palma”.

Ahora, también es necesario quitarse las anteojeras de ingenuidad respecto a lo público no estatal en torno a dos elementos:

  1. Bajo qué criterios es posible definir que una universidad que no es del Estado sea verdaderamente pública. Ciertamente, temas como la inexistencia de lucro, su contribución a la generación de conocimiento, libertad de cátedra y pluralismo son esenciales. Pero el tema no se agota únicamente en cuatro enunciados y debiese ser parte del conjunto de la sociedad y los actores involucrados delimitar el concepto.
  2. Gran parte del rechazo a lo público no estatal se debe a que las asimetrías de poder al interior de la sociedad generan que ciertos grupos políticos, sociales y culturales posean mayores posibilidades para construir proyectos educativos. En estricto rigor, planteles asociados a grupos económicos definidos poseen mayores capacidades para crear universidades que otro tipo de organizaciones. Esto generaría una desigualdad de origen en el acceso al financiamiento de proyectos educativos y, por lo tanto, garantizaría que ciertos grupos se vieran sobrerrepresentados en lo público.

Sin embargo, creemos que la solución a esta asimetría no pasa por el monopolio de lo estatal. Lo ideal en una sociedad democrática que supera la racionalidad de la “libre competencia” y del Estado homogenizador y civilizatorio, es la distribución del poder entre los distintos grupos políticos, religiosos, étnicos y clases. Todos los actores de la sociedad tienen derecho a constituir proyectos y verse representados en lo público, influyendo desde sus convicciones en el debate y la formación profesional. Por lo tanto, el desafío es bajo qué criterios de justicia distributiva se podrían asignar recursos para generar equidad.

También sobre el tema del financiamiento, gran parte de los movimientos populares transformadores establecieron organizaciones bajo el principio de autogestión, dado el riesgo de cooptación del poder del Estado. En este plano, es importante atender que el financiamiento no se transforme en un mecanismo de control, restringiendo la autonomía de los planteles universitarios.

No hay que perderse en el debate, aun cuando en las universidades estatales deben regularse temas como el corporativismo académico, las actividades económico-comerciales que generan algunos (lucro encubierto), así como ampliar los mecanismos de participación, estas universidades deben ser financiadas totalmente en su oferta, entregando los recursos necesarios para investigación, docencia y extensión. Sin embargo, es necesario no olvidar, mejorar, fomentar y democratizar el espacio público no estatal, donde existirían universidades que serían capaces genuinamente de proveer bienes públicos.


2. La universidad pública, de Atria y Wilenmann

¿Qué es una universidad pública? En la discusión actual, hay dos posiciones que parecen totalmente enfrentadas: conforme a la primera, es pública una universidad cuando en los hechos desarrolla una “función pública”; conforme a la segunda, es pública cuando es estatal.
Guiado por una intuición correcta, el ministro de Educación ha sostenido que el criterio de la “función pública” es insuficiente, es demasiado laxo. Pero, para justificar esta intuición, el ministro ha recurrido a una explicación que, desde el propio punto de vista de las universidades estatales, es problemática. El ministro ha dicho que hay un interés público en la producción de conocimiento nuevo (en la forma de “investigación”), un interés que justifica que el Estado financie instituciones en las que ese conocimiento sea producido. Pero ese conocimiento ha de ser producido en condiciones en que no pueda surgir conflicto entre el interés público y un interés privado. En las universidades estatales ese conflicto no podría darse, ya que el “mandante” sería precisamente el titular del interés público, el Estado. En las universidades privadas, en cambio, es posible el conflicto entre los intereses privados de sus controladores y el interés público. Entonces, el Estado debe preferir las instituciones que están libres de la posibilidad de este conflicto: las estatales.

Es importante comenzar destacando que el punto de partida del ministro es correcto: hay un interés público en la investigación y en que ella produzca efectos en el bienestar general y en la riqueza de la cultura nacional. También es correcto sostener que es injustificable que la investigación se financie con fondos públicos pero sea encargada, controlada o puesta al servicio de una agenda particular por sea quien fuere el dueño de o que controla a una determinada universidad. Según el ministro, esto no ocurre cuando el Estado es “mandante” y la universidad “mandada”.

Entender que esta es la relación que vincula al Estado con sus universidades, sin embargo, niega la autonomía universitaria. La exigencia de autonomía ha sido siempre una exigencia de la universidad, porque sólo un régimen autónomo la protege de intervenciones guiadas por fines ajenos a criterios propiamente universitarios. En lo que importa al ministro, la autonomía es necesaria para asegurar que la investigación tenga por objetivo exclusivamente aquello que como idea regulativa puede denominarse “la verdad”. Se trata de asegurar que no haya intereses ajenos a la búsqueda de la verdad que puedan interferir con la investigación académica, la que debe estar organizada de modo tal que el investigador sea libre de llegar hasta donde sea que lo lleve el resultado de su investigación.

Pero si esto es así, entonces entender que lo especial de la universidad pública es que tiene como “mandante” al Estado niega su naturaleza, porque niega su autonomía. La universidad estatal no puede entenderse como un servicio público, sujeta, como ellos siempre están, a la superintendencia y dirección del Estado a través del Ministerio respectivo. Si las universidades públicas estuvieran sujetas así al Ministerio de Educación, lo que guiaría su actividad no serían criterios puramente académicos, sino los criterios de oportunidad del ministro (y nada asegura que el ministro de Educación estará siempre guiado por consideraciones puramente universitarias). Por esto, buena parte de la lucha de las universidades estatales en Chile durante el siglo XX se refirió a asegurar institucionalmente su autonomía. El argumento del ministro no deja espacio para esta necesidad de las universidades estatales, y por consiguiente lleva o a (1) poner en cuestión o negar la autonomía universitaria (para que el Estado pueda desempeñarse como mandante y entonces pueda guiar la investigación) o a (2) una comprensión del contenido de ese mandato (sin capacidad de guiar la investigación) que respeta la autonomía, pero deja abierta de nuevo la pregunta inicial. Porque si el respeto a la autonomía obliga al Estado a no actuar como mandante de sus universidades, ¿qué diferencia hace que el mandante sea el Estado?

Es necesario entender correctamente la idea de autonomía universitaria y su sentido. Que una universidad estatal sea autónoma quiere decir que el Estado no puede interferir con su actividad universitaria, la que entonces sólo puede ser guiada por sus propios criterios internos. Por supuesto, esto no implica que uno deba ser ingenuo, y negar la posibilidad de que una universidad estatal sea capturada por intereses privados. Pero sí implica que en ese caso la captura es captura. Es decir, una patología que la regulación y la organización institucional deben intentar neutralizar todo lo que se pueda. La mejor garantía contra la captura es un contexto institucional en el que una universidad pueda actuar orientada por criterios exclusivamente universitarios. Eso exige fundamentalmente dos cosas: un estatuto que asegure la posición del académico, permitiéndole así seguir su investigación donde sea que ésta lo lleve, y una forma de gobierno que haga difícil la captura por intereses particulares. Esta es la posición a la que habían llegado las universidades estatales antes de la intervención militar posterior al 11 de septiembre (no en el sentido de que la regulación de entonces era perfecta, sino en el sentido de que estas dos condiciones eran las que debían ser garantizadas). Al satisfacerse estas dos condiciones, la universidad quedaba protegida de la operación de poderes “extrauniversitarios”, es decir, fácticos. Y esta protección creaba un espacio para una investigación que no estaba al servicio de agendas particulares, sino de la búsqueda de la verdad. La misma finalidad es la que hoy exige la entrega de aportes basales de libre disposición, porque si la universidad necesita vender sus servicios en el mercado para financiarse, entonces no podrá operar con un criterio puramente universitario, sino de mercado, sirviendo a los intereses particulares de quienes en el mercado compren investigación.

Estas consideraciones muestran el error de quienes, contra la intuición del ministro, alegan que para que una universidad deba ser tratada como pública basta con que desempeñe en los hechos una “función pública”. Porque si las universidades estatales para poder ser verdaderamente universidades (aunque estatales) necesitan de autonomía del Estado, las universidades privadas no pueden ser verdaderamente universidades (aunque privadas) en la medida en que están sujetas al control de intereses privados. La exigencia de autonomía universitaria, en el caso de las universidades estatales, no era sólo una exigencia de buena crianza dirigida al Estado: era la exigencia por un régimen legal que asegurara institucionalmente las dos condiciones que hemos identificado. Por exactamente las mismas razones, no es suficiente que el rector o el “dueño” o el controlador de una universidad en los hechos respete la autonomía de la universidad. Es verdad que hoy existen ejemplos de universidades privadas que en los hechos actúan guiados por criterios puramente académicos, y que respetan la libertad de sus académicos. Pero ello no puede depender de la deferencia o la ilustración de sus controladores, algo que siempre puede cambiar, o de lo afortunada que resulte la designación de un rector o decano. El Estado tiene un interés en asegurar institucionalmente la orientación académica de la investigación. Y esta garantía institucional no puede darse en términos del derecho privado, porque el derecho privado siempre permite que, concurriendo todas las voluntades privadas que deban concurrir, los términos de una relación (el contrato, los estatutos de una corporación) sean modificados. Por eso, no es suficiente que una universidad privada desempeñe en los hechos alguna función pública. Debe hacerlo sujeta a un régimen que hace imposible para su controlador cambiar la orientación pública de la universidad, intervenir en su gobierno, afectar la posición de sus académicos. Sólo en esas condiciones podría decirse que es una institución que se define por su compromiso universitario con la búsqueda de la verdad, es decir, que es una universidad “pública” (esta es la razón por la que antes de 1980 había universidades privadas que eran tratadas como públicas, pero eran creadas por ley. Es decir, estaban sujetas a un régimen de gobierno y tenían un estatuto académico que, como estaba en la ley, no podía ser cambiado por el controlador, quien entonces no podía poner a la universidad al servicio de una agenda particular).

El conjunto de estas condiciones, bajo las cuales universidades privadas podrían desempeñar funciones públicas y recibir, entonces, un trato análogo al recibido por las estatales, puede ser denominado el “régimen de lo público”. Para las universidades, el régimen de lo público requiere definir estándares de funcionamiento bajo los cuales el Estado pueda confiar en que la investigación producida tenga una orientación verdaderamente académica. Ha de constituir una regulación que cumpla la función que la idea de autonomía desempeñó en el caso de la universidades estatales: elevar un muro infranqueable entre los intereses particulares de los dueños o controladores de la universidad y la marcha de la universidad, para hacer probable que esta última no se guíe sino por criterios puramente universitarios en su actividad.

Lo anterior implica que el interés que correctamente quiere satisfacer el ministro –ampliar la investigación en Chile y asegurarse que tenga una orientación realmente académica– no se satisface con la concentración del financiamiento en universidades estatales, sino que necesita antes vincular el acceso a fondos basales de investigación a un régimen institucional adecuado.

Es verdad que, como dice el ministro, las universidades europeas muestran que es posible un sistema casi exclusivamente estatal de investigación. Pero el hecho de que en tradiciones distintas a la nuestra eso sea el caso no muestra todavía nada. El sistema universitario europeo tiene una historia propia que explica su configuración. Resumiendo: las universidades europeas más antiguas datan de tiempos premodernos, y fueron asumidas y controladas por el Estado en la formación de la modernidad. Durante el siglo XX, en la época del Estado de bienestar (esencialmente en los años 60 y 70), el Estado creó nuevas universidades para expandir la cobertura a estudiantes que no tenían cabida en un sistema diseñado originalmente para educar a la elite. El contexto de organización de la investigación en Europa se construyó sobre esa realidad: como la capacidad investigativa instalada se concentraba en universidades estatales, los recursos van en buena medida a esas instituciones. La situación es ciertamente distinta en Estados Unidos, en donde, precisamente por esa historia divergente, el aseguramiento de la investigación tuvo que tomar en cuenta la existencia de una buena masa de universidades privadas, pero al mismo tiempo pudo aprovecharse de una cultura, un ethos universitario que fue suficientemente fuerte como para impedir que las universidades privadas fueran instrumentalizadas por sus dueños o controladores.

Del mismo modo, una reforma en Chile debiera asumir su propio contexto. Buena parte de la capacidad investigativa nacional se concentró, durante casi todo el siglo XX, en las dos universidades ahora conocidas como “tradicionales”, la Universidad de Chile y la Universidad Católica. La masificación de universidades y la ampliación de la capacidad investigativa tuvo lugar con la aparición de las universidades privadas. El tipo de necesidades a las que respondió la formación de las universidades privadas, con enormes diferencias de grado entre ellas, es equivalente a las que en Europa se satisficieron a través de las universidades públicas surgidas durante el Estado de bienestar. Chile podría haber seguido ese camino (la explosiva expansión de la matrícula entre 1967 y 1973 es indicación de eso). Pero aquello, que pudo haber sido, no fue. Y la dictadura nos legó un sistema en que la ampliación de la universidad tuvo lugar por privados. Ese legado de la dictadura puede o no ser mirado con pesar; pero no puede ser simplemente negado. Hoy no puede decirse lo que en Europa, que buena parte de la capacidad de investigación está en las universidades del Estado. Una reforma racional no puede desconocer este hecho, sino que tiene que tomarlo en cuenta y aprovecharlo.

Tienen razón los críticos del ministro cuando dicen que el hecho de ser privada no impide a la Universidad de Harvard producir investigación pública. Pero esta comparación con Harvard y otras universidades similares supone un contexto institucional que en Chile no existe. El ministro tiene razón en sospechar; pero se equivoca en la razón que justifica su sospecha (y quizás por eso se vio forzado a dar pie atrás al día siguiente). Una institución como la Universidad Católica, por ejemplo, tiene una relevancia en la historia nacional y en su contribución actual a la investigación que no puede ser desconocida. Pero despejar las dudas sobre la ausencia de agendas privadas o intereses particulares requiere de regulación institucional. ¿Reclama la Universidad Católica derecho a tomar (negativamente) en cuenta, en un concurso para profesor de derecho, que el candidato cree que el aborto o el matrimonio igualitario se justifican? ¿O para expulsar a un profesor de medicina reproductiva que defiende el uso de la píldora del día después? Si reclama estos derechos, entonces no puede pretender que la investigación que se realiza en ella sea reconocida y tratada como pública, porque al hacerlo está declarando que le importa más la defensa de su agenda particular que la libre investigación; si no los reclama, y está dispuesta a someterse a un régimen legal que asegure a esos profesores que podrán comenzar o continuar sus carreras sin desmedro, entonces puede empezar a reclamar que es una universidad que, aunque no estatal, ha de ser tratada y financiada como una institución pública.


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