Transcribo columna publicada en La Tercera por Lorena Meckes, quien fuera responsable nacional del SIMCE hace algunos años. Hoy se desempeña en el Centro de Investigación CEPPE. El título de la columna es el mismo señalado en esta entrada.
EL MINISTERIO de Educación anunció que bajará la frecuencia y número de pruebas Simce, reduciendo los cursos evaluados y transformando en muestrales algunas de las mediciones que se aplican a todas las escuelas, respondiendo así al malestar que generó la recargada agenda de evaluaciones aprobada el 2011 y la polémica que levantó un grupo de expertos que pedía poner “Alto al Simce”.
Pero si esta medida no se acompaña de una discusión de fondo,
arriesga atacar el síntoma del malestar sin curar la dolencia, ya que se
focaliza en el Simce y no en las políticas y legislación que determinan
su uso.
En las vísperas del cambio de gobierno, y a pesar de los reparos del
Consejo Nacional de Educación, se aprobó el modo en que se clasificará
públicamente a las escuelas en cuatro categorías a partir de 2014,
agrupación que depende centralmente de los resultados en el Simce.
El intenso calendario de estas pruebas no hace sino servir a esta
política: una clasificación pública con consecuencias como el cierre,
necesita de numerosas mediciones para evitar errores al clasificar y
para contar con indicadores de valor agregado que permitan determinar el
aporte que hacen las escuelas al aprendizaje de los niños, y así
responsabilizarlas de manera más justa.
Poner el foco sólo en la reducción del número de Simce, sin tocar la
lógica de la cual esta fiebre evaluadora es parte, sería errar el
blanco, arriesgando generar más problemas que soluciones. Frente a la
clasificación, las escuelas necesitan tener la tranquilidad de que el
alivio de bajar el número de pruebas no significará error por quedar mal
o injustamente clasificadas en el ranking público. Reducir el número de
asignaturas evaluadas -otra solución a la mano- sólo podría agravar el
riesgo de que las escuelas centren toda su atención en un par de áreas
de aprendizaje, atentando contra la formación integral que se quiere
preservar.
Más que reducir el número de Simces, debemos preguntarnos si la
clasificación pública es el mejor mecanismo para “asegurar” la calidad
de nuestra educación. Responder esta pregunta -central y estratégica- es
más difícil que cambiar el calendario del Simce, ya que implica
revisar leyes y acuerdos políticos. Tal vez lo que estamos evidenciando
al poner al Simce en la mira, es precisamente la dificultad para
responderla. No existe consenso experto en que la mejora surgirá de la
presión hacia las escuelas, y quizás es tiempo de generar una política
alternativa a la clasificación como lógica de mejoramiento de la
educación.
Una alternativa es apostar al desarrollo de los profesores como base
para la calidad. ¿Por qué no imaginar que los pocos o muchos Simce se
ponen al servicio de la construcción de capacidades docentes? Ningún
mejoramiento de la calidad es posible sin docentes preparados para
participar activamente de las evaluaciones nacionales y su elaboración,
de analizar de un modo profesional los resultados de sus escuelas y
derivar decisiones a partir de ellos. Privarlos de esta fuente de
información sería inconsistente con una agenda de profesionalización.
Lamentablemente, mientras no respondamos a la pregunta del para qué
queremos Simce, será difícil avanzar.
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