Transcribo la columna publicada hoy por Fernando Atria, titulada "Mercado y ciudadanía":
EN 1888 se abolió el sufragio censitario y quedaron habilitados para votar todos los hombres que supieran leer. El “sufragio universal” no incluía ni mujeres ni analfabetos. Un jurista de la talla de Jorge Huneeus podía decir, en 1890, que “las razones de moralidad y de conveniencia social en que descansa (la exclusión de las mujeres) son tan obvias, que las leyes electorales de los pueblos cultos no mencionan siquiera a las mujeres entre las personas excluidas del sufragio”.
EN 1888 se abolió el sufragio censitario y quedaron habilitados para votar todos los hombres que supieran leer. El “sufragio universal” no incluía ni mujeres ni analfabetos. Un jurista de la talla de Jorge Huneeus podía decir, en 1890, que “las razones de moralidad y de conveniencia social en que descansa (la exclusión de las mujeres) son tan obvias, que las leyes electorales de los pueblos cultos no mencionan siquiera a las mujeres entre las personas excluidas del sufragio”.
Y hoy, sin embargo, lo que para Huneeus era tan extraordinariamente obvio, sería no sólo injusto, sino ridículo.
Esto es algo que en época de reformas es necesario tener presente:
cada paso que se ha dado para ampliar la ciudadanía se ha enfrentado con
oposición, una oposición que es después difícil de entender. La
discusión actual sobre educación es en parte sobre cómo lo que hoy nos
parece razonable, esperamos que en el futuro nos parezca ridículo. Por
esto es importante entender el sentido de la reforma.
Hay dos maneras de entender la reforma. Según la primera, ésta crea
un régimen especial para los recursos públicos: si el Estado financia
una escuela, ésta ha de estar abierta a todos, y los recursos deben
orientarse a proveer educación y no a enriquecer al sostenedor.
La segunda sostiene que se trata de la educación, no los recursos.
Hoy entendemos la educación como una mercancía que se transa en el
mercado, por lo que la educación a la cual cada uno puede acceder
depende de los recursos (materiales y culturales) de las familias. La
reforma redefine la educación como una dimensión de la ciudadanía. Como
algo que es común a todos: todo ciudadano tiene igual derecho a una
buena educación.
Sólo esta segunda explicación puede justificar la reforma. Por
ejemplo, no hay nada objetable en que particulares provean al Estado un
bien o servicio con fines de lucro a través de Chilecompra. Si hay un
argumento contra la provisión de educación con fines de lucro, éste
radica en la peculiaridad de la educación como prestación y no en que es
financiada públicamente. El argumento es que se trata de una prestación
que corresponde a un derecho ciudadano, por lo que el que la provee no
puede pretender que su utilidad es justificación suficiente para
disminuir la calidad de lo provisto. La provisión con fines de lucro,
por el contrario, implica que si el proveedor está dando “demasiada”
calidad, entonces es legítimo de su parte disminuirla tanto cuanto pueda
hasta empezar a “perder” por la fuga de “clientes”.
Pero entonces, si la educación es parte del contenido de la
ciudadanía, ¿por qué la reforma no afecta a la educación particular
pagada? Parte de la respuesta es que debería. Yo, por lo menos, no
entiendo por qué no ampliar la exclusión de la selección y de la
provisión con fines de lucro. Pero esto es sólo parte de la respuesta.
Porque incluso si así fuera, la educación particular pagada seguiría
sometida a un régimen distinto que el resto.
Todos los avances de la idea de ciudadanía han sido resistidos,
aunque hoy los miramos y no entendemos por qué hubo oposición. El avance
de la idea de ciudadanía que esta reforma significa, espera progresar
con la misma lógica. Así como en 1949 nos pareció inaceptable la regla
que en 1888 había sido un avance, la reforma pretende que en el futuro
las diferencias entre la educación de todos y la educación particular
pagada nos parezcan crecientemente injustificables, porque la educación
es parte del contenido de la ciudadanía.
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