Me parece que Ernesto Águila ha dado en el clavo con su reflexión, desnudando tensiones entre la gratuidad y lo público en Educación Superior, dado el actual escenario y tendencias en este nivel educativo. Transcribo su columna publicada en La Tercera:
Una de las principales dificultades del proyecto de Ley Marco de educación superior ha sido definir su eje vertebrador. En los primeros borradores este fue mejorar la regulación de las instituciones privadas. Hoy el centro de gravedad se ha desplazado hacia el modo de implementación de la gratuidad, la prioridad o no de la educación pública estatal, y la relación del Estado con la heterogénea realidad institucional existente.
Hay que partir por hacerse cargo de una verdad incómoda: existe hoy una contradicción entre promover una educación gratuita universal y fortalecer la educación pública estatal. Extender la gratuidad universal en un sistema altamente privatizado y de mercado como el actual equivale a consolidarlo; es trocar la demanda de 2011 de “educación pública, gratuita y de calidad” por una educación gratuita esencialmente privada. Un movimiento social que no armoniza la demanda de gratuidad universal con la definición del tipo y la calidad/complejidad de las instituciones que debieran proveerla, corre el riesgo de desplazarse silenciosamente de un movimiento socio-político a uno de consumidores.
Otra gran dificultad ha sido la definición de educación pública en la educación superior. En la literatura especializada y en los organismos internacionales no hay dos opiniones: la educación pública es aquella de propiedad y provisión estatal. Sin embargo, resolver conceptualmente un problema no siempre significa solucionarlo en la práctica.
En su desarrollo histórico tres instituciones privadas – Concepción, Austral, Santa María- se asimilaron a instituciones inequívocamente públicas, por lo que el trato hacia ellas no debiera diferenciarse de las estatales. A su vez, dichas universidades constituyen un camino paradigmático a seguir por otras instituciones privadas posteriores a 1981 que quisieran tener un tratamiento similar. Capítulo aparte son las universidades católicas tradicionales. ¿Por qué el Estado debiera apoyarlas? Por su complejidad institucional y por razones históricas. Al separarse el Estado de la Iglesia en 1925, aunque no se suscribió un Concordato como en otros países, se produjo un acuerdo tácito al respecto. Cabe si debatir a cuántas nuevas instituciones confesionales puede un Estado laico apoyar y seguir siendo laico.
El proyecto de educación superior debiera tener claro no sólo su punto de llegada sino las transiciones necesarias, poniendo en su centro un reordenamiento institucional que permita fortalecer y expandir las universidades estatales; apoyar y despejar incertidumbres a las no estatales tradicionales y complejas; ofrecer un camino a las privadas post 81 que quieran evolucionar hacia lo público (en la huella de la Austral, Concepción y Santa María); e ir al rescate solidario de los estudiantes y sus familias capturados hoy en instituciones que se llaman universidades pero que no lo son. Sólo en el marco de un reordenamiento institucional la política de gratuidad universal podrá mantener su signo progresista.
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