lunes, 6 de junio de 2016

La irritación de Brunner

Fuente: http://www.brunner.cl/
A estas alturas, para nadie resulta sorpresivo que José J. Brunner, otrora ministro del área política del segundo gobierno de la Concertación e integrante frecuente de comisiones o consejos asesores en política educacional, no gusta de las reformas que este gobierno se empeña en implementar en Educación. Pero una cosa es la crítica a las desprolijidades e impericia mostrada por el gobierno durante la tramitación legislativa, o al retraso del MINEDUC en la definición de reglamentos para la ley que prohibió (o restringió) el lucro, el copago y la selección; o bien el disgusto por los vaivenes en materia de educación superior. Todo ello hasta se puede compartir. Sin embargo, ahora la irritación de Brunner va más allá y apunta a la narrativa que promueve el gobierno, rotulándola simplemente como un "mito". Cito bueno parte de la columna publicada por Brunner este domingo y que se puede consultar en su blog:
Nuestro debate sobre políticas educacionales sufre de una progresiva distorsión. Por un lado, el Mineduc proclama como éxitos de la reforma cosas tales como: “Se terminó la educación de mercado”, “pasó a ser un bien público”, “la educación ha dejado de gravitar en torno al dinero” o “la ley establecerá un sistema de educación superior inclusivo, pertinente y de calidad”. Por otro lado, la autoridad declara que el sistema escolar estaría enfilado hacia un nuevo rumbo, dirigido hacia una mayor igualdad en la sociedad chilena. En ambos lados, hay un conjunto de mistificaciones que conviene aclarar. 
En esto debemos aprender de los estudios llevados a cabo por la OCDE. Por ejemplo, insisten que una implementación efectiva supone aumentar las capacidades en la base, a nivel de aulas y colegios. Recomiendan contar con directores que sean verdaderos líderes pedagógicos capaces de “dar vuelta” colegios fallidos. Subrayan la necesidad de crear o fortalecer comunidades profesionales que puedan llevar las innovaciones hasta el interior de las salas de clase. Asimismo, se recomienda evitar iniciativas que desestabilicen a los colegios o que desconozcan el contexto dentro del cual se desenvuelven.
La mayoría de los proyectos de reforma impulsados por la administración Bachelet en este sector no ha considerado estas elementales lecciones. Su diseño fue improvisado, no se incluyeron dispositivos de evaluación, se puso énfasis solo en los aspectos legislativos, se dejó a un lado la articulación de acuerdos, se pasó por alto el conocimiento existente y se hostilizó a los sostenedores, las comunidades escolares y las instituciones de educación superior.
La sala de clase, las prácticas pedagógicas, la calidad de los aprendizajes, el cierre de brechas sociales, una mayor equidad, la capacitación de los docentes en ejercicio, una educación superior dinámica y vinculada con el desarrollo del país y las regiones, todo eso se halla lejos del corazón de la reforma.
Con todo, las principales mistificaciones se ubican en otro lado: el del (supuesto) poder que se atribuye a la educación para producir -como una nueva “mano invisible”- una sociedad más equitativa, movilidad social, igualdad de estatus y una mejor distribución del ingreso.
Originalmente, esta tesis fue planteada por la teoría del capital humano y acompañó a la visión neoliberal del mundo. Se postuló (y creyó) que la educación contribuía significativamente a todos esos fines sociales. Además, a crear empleo, aumentar la productividad, ensanchar el emprendimiento, facilitar la difusión de innovaciones tecnológicas e incrementar la competitividad de las empresas y la economía nacional.
Tan expectante tesis llegó a ser adoptada de manera casi uniforme, e igualmente acrítica, por economistas convencionales, organismos internacionales y fervorosos creyentes en el mejoramiento automático de las oportunidades de vida.
Por el contrario, la sociología, más realista -y más escéptica también cuando no se deja llevar por los vientos de alguna utopía- postula que la educación, entregada a los mecanismos espontáneos de transmisión de la familia, la escuela y la sociedad, termina reproduciendo las desigualdades de la cuna y sirviendo como un dispositivo de selección, clasificación, estratificación y jerarquización de las personas. No osaría, por lo mismo, prometer la igualdad en la tierra o la movilidad ascendente hacia el cielo. Pues sabe -desde hace más de un siglo- que para emparejar oportunidades, compensar diferencias, reconocer méritos y cerrar brechas de aprendizaje y bienestar, la educación necesita domesticarse, civilizarse, cultivarse y transformarse.
La distorsión óptica bajo la que hemos vivido estos últimos años se genera por ese enfoque economicista y por la idea de que las reformas impulsadas por la actual administración estarían operando como un interruptor de la reproducción educacional de las desigualdades.
El mito es pensar que la educación puede transformar las sociedades y hacerlas más justas (mejor distribución del ingreso, status similar y movilidad social). La realidad, dice Brunner, muestra que la educación no puede prometer esto, salvo que se cuente con "un programa de reformas muy distinto", centrado en la gestión, el liderazgo, la profesionalización docente, la mejora de las condiciones de trabajo en las escuela, el desarrollo de redes de apoyo, un curriculum para el siglo XXI y políticas destinadas a incidir en las carencias de los hogares de esos alumnos. Una reforma de gestión, curriculum y pedagogía; no de arquitectura y legislación.

A primera vista, pareciera que Brunner quiere barrer con uno de los axiomas de la política y las reformas educativas, el mismo que sostiene UNESCO, UNICEF y los organismos multilaterales como el BID, el Banco Mundial y la propia OECD. Este axioma sostiene que la educación puede hacer la diferencia o, más ampliamente, que la educación puede contribuir al desarrollo de los países y al bienestar de sus habitantes. Por supuesto, nadie en política educativa es tan iluso para creer que la educación es la panacea para todos los males de la sociedad. Pero a la vez nadie es tan pesimista para sostener que la educación no importa. Ni siquiera Brunner, pues luego resume la que debería ser la agenda educativa que el país debe implementar.

La irritación de Brunner, en consecuencia, es con los discursos y la agenda de cambios que este gobierno está impulsando. Tiene razón cuando reprocha que las reformas actuales son hasta ahora meros cambios legislativos logrados sin una base fuerte de consensos (muy al contrario, fueron aprobadas a contrapelo de muchos grupos de interés). Tiene razón cuando afirma que no es claro el dispositivo de evaluación de estas políticas (omisión frecuente en Chile, por lo que no sabremos con exactitud si logran o no sus objetivos y metas). Tiene razón cuando tilda de "mitos" afirmaciones como que "se terminó la educación de mercado" y que hoy tenemos un sistema donde "ha dejado de gravitar el dinero" (es entendible su enfado, pues no hay evidencia que permita sostener esto y porque es excesivo atribuirle ese impacto a una reforma).

A mi juicio, en su enojo Brunner olvida lo propio del lenguaje de los políticos. Éstos usan frases hechas y grandilocuentes, sobre todo si hay cámaras y prensa por delante. Elaboran enunciados de política, pero no hablan el lenguaje de las políticas. Olvida que, en general, los políticos no participan en los procesos de diseño, planificación, implementación y evaluación de políticas. Por eso dicen lo que dicen.



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