En 1812, José Zapiola, futuro director de orquesta y político camaleónico, advirtió la herencia punitiva de la educación colonial. En sus "Recuerdos de treinta años" escribió: "En ese tiempo estaban en uso cuatro castigos: arrodillarse, el guante, la palmeta y los azotes. El primero, considerado como el más suave, era más común".
Nueve décadas después, Lucila Godoy Alcayaga -en ese momento, con ocho años, lazarillo de doña Adelaida Olivares, una señora casi ciega y directora de la escuela primaria de Vicuña- se encargaba de repartir el papel en el establecimiento. Sus compañeras, abusando de su retraimiento, sacaban más de lo presupuestado, y cuando el déficit se hizo notorio, la tímida niña no dio explicaciones. Frente a toda la escuela, doña Adelaida acusó de ladrona a Lucila, quien se ganó una brutal apedreada de sus coetáneas. "Yo no olvido nunca", habría dicho la poeta en el funeral de la ciega directora.
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