En las últimas semanas de 2009,
la Oficina Regional de UNESCO organizó en Chile dos seminarios sobre educación inclusiva.
La Organización de Estados Iberoamericanos (OEI), a su vez, también impulsa una agenda de discusión sobre experiencias y políticas de educación inclusiva. El interés que envuelve la discusión política y académica sobre este tópico no debe extrañar en sociedades como las nuestras porque, cuando la educación no asegura las capacidades básicas para todos (esto es, con independencia del origen, la clase, la familia, la riqueza, la raza o el género), tiene sentido reclamar una educación inclusiva, simplemente porque resulta fácil hallar ejemplos de no inclusión.
Con todo, en estos espacios de discusión técnica-política, con frecuencia se produce una confusión entre el concepto de “educación inclusiva” y la noción de “inclusión educativa”. En pocas palabras, el primero apunta al problema de la diferencia en la escuela; y el segundo al problema de la desigualdad en la educación.
Así visto, el primero debe ser empleado para aludir a todas las expresiones y prácticas que implican un riesgo de exclusión o una vulneración del Derecho a la Educación desde el mismo sistema escolar, cuando éste no asume un hecho que intuitivamente todos reconocen: las personas son esencialmente diferentes y, por extensión, sus necesidades e intereses educativos también. El segundo, en cambio, es un reclamo a la sociedad y al Estado porque remite a las características y condiciones sociales y económicas que obstaculizan el acceso, permanencia y aprovechamiento del sistema escolar.
Típicamente, la inclusión educativa es un problema de países con desafíos de cobertura y desigualdad educativa entre grupos sociales. Las cuestiones a resolver son, por lo mismo, de políticas de financiamiento, infraestructura y equipamiento, de dotación docente, de textos y otros recursos.
En contrapunto, la educación inclusiva emerge como una necesidad justamente en aquellos países que han logrado altas tasas de participación escolar, pero que no consiguen resolver las complejidades de educar respetando las diferencias. De este modo, la educación inclusiva se mantiene dentro de la esfera de la pedagogía, el curriculum y la gestión escolar, como una interpelación a la imaginación pedagógica e institucional.
Parte de la confusión ha sido causada por la propia UNESCO porque el concepto de “educación inclusiva” viene experimentando una transformación desde que en Jomtien (1990) y luego en Dakar (2000), se formularan las seis metas mundiales de Educación para Todos (EPT) a cumplir en 2015. Tradicionalmente vinculado a la Educación Especial como espacio de realización del Derecho a la Educación de las personas con discapacidad, hoy el concepto denota una aspiración y/o un principio de actuación del sistema escolar (aprendizajes de calidad para todos y enseñanza a cada uno según sus necesidades) y es empleado para analizar el sistema escolar en todas sus dimensiones. Y es en este análisis donde rápidamente se desborda la discusión y el concepto se amplía riesgosamente, se torna equívoco e incluso de bajo potencial generador de políticas. Porque lo que hace que un concepto movilice y justifique políticas son tres elementos constitutivos del mismo: uno es su capacidad para condensar significados socialmente relevantes, el otro es que el concepto permita nombrar un problema que puede ser configurado con datos y evidencias empíricas: y el tercero es que estos problemas y aspiraciones no quepan ni se superpongan con otras categorías conceptuales ya disponibles en la discusión educativa (equidad, desigualdad, diversidad, necesidades educativas especiales, pedagogía de la diferencia, etc.). Si los problemas que pretende superar la agenda regional para la educación inclusiva se pueden abordar desde otras esquinas aun vigentes, más vale detenerse a revisar el concepto. Si el concepto viene a revitalizar esta discusión, entonces bienvenido sea.
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