A estas alturas, el conflicto entre el movimiento estudiantil y el gobierno parece estancado (¿o resuelto?). De un lado, los estudiantes insisten en demandas cambios estructurales, reformas al sistema de financiamiento de la educación superior y fin al lucro, pliego que complementan con la des-municipalización y el fin del financiamiento compartido en la enseñanza escolar. El gobierno, finalmente, ha sincerado su posición pues ha debido presentar su propuesta de presupuesto al Congreso, en uno de los escasos momentos de la gestión pública donde es necesario desnudar intenciones y exponerlas al escrutinio social. Llegado a este punto, toda la estrategia y las escaramuzas previas -mesa de diálogo mediante- pierden fuerza y la discusión se traslada al Congreso, lo cual siempre fue una de las aspiraciones gubernamentales. En pocas palabras, el conflicto está siguiendo los cauces institucionales, para satisfacción de parlamentarios, partidos políticos, funcionarios de gobierno y grupos de interés que históricamente han navegado con ventaja en esas aguas.
Los dirigentes agrupados en la CONFECH han centrado su reclamo en la gratuidad para los estudiantes de las 25 universidades del CRUCH, que representan poco menos de un tercio de la matrícula total de educación superior. No es, por consiguiente, una demanda para la mayoría, sino para algunos. Mientras, los tercios restantes deben esperar que la ley que rebaja los intereses del Crédito con Garantía Estatal (CAE) sea finalmente aprobada en el Congreso. Claramente, se advierte una asimetría que no hace bien al movimiento estudiantil.
Los rectores de algunas de estas universidades del CRUCH abogan por un aumento de recursos basales, también reclamando un trato que beneficia a unas pocas instituciones, basadas en su naturaleza estatal (ya bastante reconocida en la distribución de recursos del llamado Fondo de Revitalización, donde el 80% de los 77 millones de dólares presupuestados sería destinado exclusivamente a universidades estatales). No se ha conocido una propuesta concreta que amplíe la perspectiva y reconozca que la mera estatalidad no basta para evidenciar vocación e interés público. Los rectores de ciertas universidades privadas también expresan interés por ser reconocidas como instituciones de vocación pública, pero ni los dirigentes estudiantiles, ni los políticos ni el gobierno atienden este reclamo. Los primeros siguen concentrados en defender la gratuidad exclusivamente para sus pares; los segundos desesperan por un rol más protagónico en la discusión; el tercero parece confiado en que al final (y luego de las previsibles transacciones y concesiones) se aprobará su propuesta. En tal escenario, más vale no oir lo que puede alterar este escenario finalmente cómodo para muchos.
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