"Los frutos no caen muy lejos del árbol", dice un lector de la columna de una bloguera (Lucía Dammert) de La Tercera, quien critica la falta de debate sobre la violencia escolar y la inseguridad ciudadana. El comentario del lector apunta a las familias "disfuncionales" o "mal constituidas" (padres separados, madres ausentes... ¿qué esperar entonces de los hijos, dice el lector) y sus responsabilidades en la configuración de la predisposición a la violencia de los estudiantes (¡vaya tesis!).
La metáfora vegetal seguro que concluye en frutos podridos en la escuela o el liceo que hay que separar de aquellos que aun conservan su frescura y calidad. Y probablemente la idea de instalar detectores de metal para prevenir el ingreso de armas a un liceo público de Huechuraba (esto es, en una parte del antiguo Conchalí) tenga el mismo espíritu: finalmente, lo que se puede lograr es un dispositivo para identificar los frutos podridos antes que ingresen a las aulas... Quienes propusieron semejante idea, ¿habrán pensado en todos los artilugios de metal que portan normalmente las personas, tales como las llaves, el cortauñas, la cuchara para la colación, el cuchillo sin mango para encrespar las pestañas de profesoras y alumnas, el bolígrafo tipo Parker, el reloj tipo Rolex que adorna la muñeca dee un profesor, la hebilla de motivos satánicos de más de un estudiante, el sacapuntas y el llamado "cuchillo cartonero", entre tantos otros?, ¿habrán pensado en el atochamiento que tendrá el liceo cuando ingresen a clases (un símil del Transantiago y el Metro en hora peak)?, ¿qué ajustes harán al inicio de la jornada para compensar la eventual pérdida de minutos de la primera hora si logran instalar el detector de metales?
Más allá de estas disquisiciones sobre las consecuencias que una decisión como aquélla puede tener en las minucias de la vida escolar, lo que impresiona es la peligrosa ingenuidad de las tesis sobre la violencia y el bullying, compartidas por autoridades municipales, directivos de liceos y lectores de prensa. Porque suponer que un detector de metales ayudará a controlar la violencia dentro de un liceo es como asumir que la instalación de una balanza en el baño de una casa automáticamente impulsará a cuidar la figura y bajar de peso...
La violencia escolar, y el bullying como una de sus expresiones más visibles, es parte de un complejo de relaciones que remite tanto a la misma cultura y convivencia escolar, como a las resonancias de la sociedad. No es tan evidente que la escuela sea el reflejo de la sociedad, como muchos piensan; tampoco es evidente que la escuela sea una burbuja capaz de filtrar toda huella social dentro de sus fronteras. Hay, claro, un poco de cada frente: en la escuela se practican formas de violencia que no son practicadas de igual manera fuera de ella y, a la vez, en la escuela se replican fielmente expresiones de la violencia social, sobre todo las implícitas o simbólicas (los estigmas, las creencias y prejuicios). El matonaje, por ejemplo, parece menos visible en la calle y más elocuente en la escuela; las agresiones "gota a gota" (como las burlas, el acoso o la formas sutiles de discriminación) son igualmente intensas dentro y fuera de la escuela.
¿Qué hacer, entonces? Primero, convenir un modo compartido de reconocer y encarar la violencia. Esto es, ponerse de acuerdo si el enfoque será policial o educativo (o cuándo se pasa del segundo al primero). Segundo, construir un diagnóstico e identificar conjuntamente las expresiones y causas de la violencia (no es raro que las personas discrepen de lo que entienden y reconocen como "violencia"). Tercero, identificar y apreciar las buenas prácticas en la misma comunidad escolar donde ahora se habla sólo de violencia y matonaje (porque también hay motivos de orgullo y valoración positiva en esos lugares). Cuarto, no adoptar una estrategia de trinchera, esto es, que señale culpables, sospechosos y víctimas (lo cual no equivale a renunciar a que quienes han cometido actos violentos no asuman su responsabilidad y las consecuencias). Quinto, asociarse con otros actores y agencias locales porque casi siempre la violencia escolar es síntoma y no causa (lo cual significa que no sólo la escuela debe ser "intervenida", sino también su entorno relevante).
Más allá de estas disquisiciones sobre las consecuencias que una decisión como aquélla puede tener en las minucias de la vida escolar, lo que impresiona es la peligrosa ingenuidad de las tesis sobre la violencia y el bullying, compartidas por autoridades municipales, directivos de liceos y lectores de prensa. Porque suponer que un detector de metales ayudará a controlar la violencia dentro de un liceo es como asumir que la instalación de una balanza en el baño de una casa automáticamente impulsará a cuidar la figura y bajar de peso...
La violencia escolar, y el bullying como una de sus expresiones más visibles, es parte de un complejo de relaciones que remite tanto a la misma cultura y convivencia escolar, como a las resonancias de la sociedad. No es tan evidente que la escuela sea el reflejo de la sociedad, como muchos piensan; tampoco es evidente que la escuela sea una burbuja capaz de filtrar toda huella social dentro de sus fronteras. Hay, claro, un poco de cada frente: en la escuela se practican formas de violencia que no son practicadas de igual manera fuera de ella y, a la vez, en la escuela se replican fielmente expresiones de la violencia social, sobre todo las implícitas o simbólicas (los estigmas, las creencias y prejuicios). El matonaje, por ejemplo, parece menos visible en la calle y más elocuente en la escuela; las agresiones "gota a gota" (como las burlas, el acoso o la formas sutiles de discriminación) son igualmente intensas dentro y fuera de la escuela.
¿Qué hacer, entonces? Primero, convenir un modo compartido de reconocer y encarar la violencia. Esto es, ponerse de acuerdo si el enfoque será policial o educativo (o cuándo se pasa del segundo al primero). Segundo, construir un diagnóstico e identificar conjuntamente las expresiones y causas de la violencia (no es raro que las personas discrepen de lo que entienden y reconocen como "violencia"). Tercero, identificar y apreciar las buenas prácticas en la misma comunidad escolar donde ahora se habla sólo de violencia y matonaje (porque también hay motivos de orgullo y valoración positiva en esos lugares). Cuarto, no adoptar una estrategia de trinchera, esto es, que señale culpables, sospechosos y víctimas (lo cual no equivale a renunciar a que quienes han cometido actos violentos no asuman su responsabilidad y las consecuencias). Quinto, asociarse con otros actores y agencias locales porque casi siempre la violencia escolar es síntoma y no causa (lo cual significa que no sólo la escuela debe ser "intervenida", sino también su entorno relevante).
(la foto es de AZDOE y se puede ver mejor en Flickr)
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